LaguNotas Mentales: Crónica Potosina #4 (El adoquín del Centro Histórico)

Por Daniel Tristán/Kriptón.mx
Hay calles que no se transitan: se sobreviven. El adoquín del centro histórico potosino no es un simple pavimento; es una declaración de principios, una prueba de resistencia y, en días malos, un método alternativo de quiropráctica urbana. Ahí está, quieto, pétreo, convencido de que el tiempo siempre le dará la razón, mientras los automóviles modernos pasan sobre él creyendo ingenuamente que todos esos suelos fueron pensados para ellos.
El adoquín llegó antes que el claxon, antes que el parabrisas polarizado, antes incluso que la prisa. Nació cuando la ciudad necesitaba orden y no velocidad, cuando las ruedas eran de madera, los ejes chirriaban con dignidad y los caballos entendían mejor que nadie el ritmo de la piedra. En aquellos siglos de polvo, lodo y mulas, adoquinar una calle era un acto civilizatorio: fijar el suelo, domesticar la lluvia, darle forma al tránsito. La ciudad se construía desde abajo, literalmente. La piedra se colocaba para durar, no para complacer.
Durante el auge minero y la consolidación colonial, el adoquín se volvió símbolo de estatus urbano. No todas las calles lo merecían. El centro sí. Allí donde estaban el poder, la iglesia y el comercio, la piedra era una forma de decir: aquí no manda la intemperie. El adoquín era funcional, pero también ceremonial. Sonaba. Avisaba. Regulaba. El casco contra la piedra marcaba el paso del día. El carruaje no corría: avanzaba. Y avanzaba sabiendo que la calle no era una pista, sino un espacio compartido.
Luego vino el siglo XIX con su obsesión por el orden y el progreso. El adoquín se alineó, se refinó, se volvió parte del lenguaje urbano porfiriano. Europa como aspiración, piedra como argumento. Las calles se pensaban para el tránsito constante, no para la velocidad. Para el peso, no para el vértigo. Todo estaba en su sitio. Todo menos el futuro.
Porque el futuro llegó en forma de automóvil. Y el automóvil, como casi todo lo que llega después, creyó que el mundo debía adaptarse a él. El asfalto se impuso como solución rápida, silenciosa, lisa. El adoquín fue enterrado, cubierto, acusado de viejo, de incómodo, de estorbo. En muchos lugares desapareció a la fuerza. En otros, como en San Luis Potosí, resistió. Quedó ahí, debajo o a la vista, esperando a que alguien recordara que la ciudad no empezó en el siglo XX.
Hoy el adoquín ha sido rescatado, restaurado, protegido. Patrimonio, le llaman. Y no sin razón. Forma parte del trazo histórico, del paisaje urbano, de la memoria material de la ciudad. No es una piedra suelta: es un sistema. No es decoración: es estructura. El problema es que, mientras el adoquín fue elevado a patrimonio cultural, el automóvil nunca fue informado del cambio de jerarquía.
La experiencia de manejar sobre adoquín en pleno siglo XXI es un diálogo forzado entre épocas que no se entienden. El conductor entra al centro histórico con la esperanza intacta y sale con la suspensión cuestionándose sus decisiones de vida. Apenas las llantas tocan la piedra comienza el concierto: clac-clac-clac, cloc, trac, trac. El volante vibra. El tablero responde con un leve crujido, como aclarando que él no firmó para esto. Los amortiguadores hacen lo que pueden. Los dientes del conductor chocan entre sí: tac-tac-tac. No es música, es percusión involuntaria.
El adoquín no cede. No amortigua. No se disculpa. Cada piedra es un pequeño recordatorio de que esa calle no fue pensada para rines de aluminio ni perfiles bajos. El auto rebota con dignidad limitada. El conductor reduce la velocidad, no por civismo, sino por instinto de supervivencia mecánica. A veinte kilómetros por hora el traqueteo es constante. A treinta es un insulto. A cuarenta ya es una declaración de guerra contra el propio patrimonio personal.
Porque ahí está la ironía mayor: el adoquín, protegido por la nación, empieza a desproteger al ciudadano. El patrimonio histórico, ese que se cuida con discursos, decretos y placas conmemorativas, comienza a destartalar el patrimonio del ciudadano: el coche que se paga a meses, el que se lleva al taller, el que cruje después de cada paso por el centro. El adoquín no rompe de inmediato. Es peor: desgasta. Afloja. Fatiga. Como la burocracia, pero con mejor diseño.
El conductor avanza escuchando sonidos nuevos. Un ñic metálico por aquí. Un clonc sospechoso por allá. El retrovisor tiembla. El asiento vibra. El café del termo amenaza con saltar. Y todo ocurre bajo la mirada solemne de edificios centenarios que parecen decir: nosotros seguimos aquí. Tú no sabemos.
En días de lluvia la experiencia se vuelve filosófica. El adoquín brilla. Resbala. El auto patina ligeramente. El conductor entiende, de golpe, que ese suelo fue pensado para cascos, no para llantas lisas. Que la piedra dialoga mejor con el pasado que con el presente. Y aun así, ahí seguimos, insistiendo.
La ciudad ha decidido, con razón, proteger su historia. Limitar el tránsito. Defender la piedra. Pero el conflicto es inevitable: una infraestructura pensada para carretas convive ahora con camiones, motos y automóviles que pesan más, vibran distinto y exigen superficies que no existen en el siglo XVIII. El adoquín cumple su función original a la perfección: obliga a ir despacio. Lo que no hace es tener piedad.
Y sin embargo, nadie quiere quitarlo. Porque quitar el adoquín sería arrancar una capa de la ciudad. Sería borrar el sonido del pasado, la textura del tiempo. Sería convertir el centro histórico en un decorado liso, funcional, olvidable. El adoquín molesta, sí. Pero también recuerda. Cada clac-clac es una nota al pie de página de la historia urbana.
Quizá por eso el automovilista moderno sale del centro con el coche un poco más cansado y el ánimo ligeramente torcido, pero con la certeza incómoda y vibrante de haber cruzado algo más que una calle. Cruzó un siglo. Dos. Tres. Y lo hizo pagando un pequeño tributo mecánico.
El adoquín, en el fondo, no odia al auto. Simplemente no lo reconoce como prioridad. Para la piedra, el patrimonio verdadero es el tiempo. Todo lo demás, incluido el coche, es transitorio. Y mientras el conductor se queja del traqueteo, el adoquín sigue ahí, inmóvil, convencido de que dentro de cien años alguien volverá a pasar sobre él… quizá ya sin volante, pero con la misma sorpresa en el cuerpo.
Porque hay patrimonios que se preservan con cuidado.
Y otros que se preservan a costa de algo.
El adoquín pertenece a la segunda categoría.
