LaguNotas Mentales: Negar que el lenguaje necesita rejuvenecer es comenzar a envejecer

Por Daniel Tristán/Kriptrón.mx
Cada cierto tiempo el lenguaje se mueve, cruje, se acomoda. No lo hace con estruendo épico ni con actas solemnes, sino como se mueven las ciudades vivas: por acumulación de pasos, por desgaste, por necesidad. La reciente inclusión de nuevas palabras en el diccionario de la RAE no es una traición a la lengua ni una concesión a la vulgaridad, como algunos quisieran verlo, sino la confirmación de algo incómodo para muchos: el idioma no nos pertenece, nos sobrevive.
La reacción se repite como un reflejo casi automático. Aparecen términos como loguearse, gif, streaming, simpa, turismofobia, milenial o bocachancla, y de inmediato surge el gesto torcido, el ceño fruncido, la frase sentenciosa: “¿Eso es español?”. Lo curioso es que esa pregunta no es nueva. La hicieron nuestros padres, la hicieron nuestros abuelos y, con toda seguridad, la volverán a hacer nuestros hijos cuando el idioma ya no suene como lo recordamos. La lengua, cuando avanza, siempre incomoda a alguien.
Hay una confusión persistente entre corrección y pureza. Se piensa que un idioma correcto es un idioma detenido, pulido, congelado en una vitrina, cuando en realidad un idioma sano es uno que se ensucia, que absorbe, que muta. Palabras que hoy nos parecen “corrientes” fueron, en su momento, rupturas escandalosas. El castellano que hablamos (el de nuestra generación) seguramente le pareció burdo, impreciso o excesivo a quienes nos precedieron. Y el que ellos usaban, sin duda, provocó el mismo fastidio en generaciones anteriores. El conflicto no es lingüístico: es generacional.
Por eso la incomodidad no viene tanto de las palabras nuevas como del espejo que nos ponen enfrente. Cuando uno empieza a sentir que el lenguaje “ya no es como antes”, que los jóvenes “hablan mal”, que las palabras “ya no significan lo que significaban”, en realidad no está defendiendo la lengua: está defendiendo su tiempo. Y ahí aparece, silencioso pero puntual, el primer síntoma real de la vejez: la convicción íntima de que todo tiempo pasado fue mejor, incluso, y sobre todo, el del lenguaje.
Nos gusta pensar que nuestras palabras eran más elegantes, más precisas, más profundas. Olvidamos que también fueron prácticas, urgentes, hijas de su contexto. Hoy decimos streaming porque el mundo se transmite en tiempo real; decimos loguearse porque la vida cotidiana pasa por contraseñas; decimos gif porque la imagen también aprendió a moverse con ironía. No es empobrecimiento: es adaptación. El idioma no se vuelve superficial; responde a una realidad que lo empuja.
Lo mismo ocurre con términos más ásperos, más incómodos, más callejeros. Palabras como simpa o farlopa no entran al diccionario porque la RAE las celebre, sino porque existen, porque circulan, porque nombran prácticas reales. El diccionario no es un manual de buenas costumbres: es un registro de uso. Confundir una cosa con la otra es exigirle a la lengua una moral que nunca tuvo.
Aceptar estos cambios no implica rendirse ni abandonar el pensamiento crítico. Al contrario. Implica entender que el idioma no es un museo, sino una conversación en curso. Podemos cuestionar usos, discutir sentidos, resistir modas pasajeras, pero desde la conciencia de que no somos el centro del sistema. El castellano no gira alrededor de nuestra comodidad generacional.
Tal vez por eso incomoda tanto. Porque obliga a soltar el control. A aceptar que ahora somos nosotros quienes debemos aprender, escuchar, adaptarnos. Que así como nuestros padres toleraron (a regañadientes) nuestro lenguaje, ahora nos toca a nosotros hacer el mismo ejercicio. No para imitar sin pensar, sino para entender sin despreciar.
Hay una escena memorable en Los Simpson en la que el abuelo resume este ciclo con una lucidez brutal y dice a su hijo Homero: “Yo estaba en onda, pero luego cambiaron la onda. Ahora la onda que traigo no es onda, y la onda de onda me parece muy mala onda. Y te va a pasar a ti”. La frase, entre el humor y la sentencia, encierra una verdad que cuesta aceptar: el relevo no pide permiso. Simplemente sucede.
El idioma tampoco. Cambia, avanza, se equivoca, corrige, vuelve a cambiar. Resistirse no lo detiene; solo nos deja fuera de la conversación. Quizá el verdadero acto de madurez no sea defender una lengua idealizada, sino aprender a convivir con un idioma que ya no nos pertenece del todo, pero que sigue siendo, obstinadamente, la mejor manera que tenemos de entendernos.
