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LaguNotas Mentales: ¿Qué sería del Chupacabras?

LaguNotas Mentales: ¿Qué sería del Chupacabras?

Por Daniel Tristán/Kriptón.mx

Durante los años noventa, el país entero hablaba del Chupacabras. Ganado desangrado, gallinas sin una gota de vida, campesinos aterrados y noticieros repitiendo cada noche las imágenes de las víctimas del supuesto depredador. Nadie lo vio con certeza, pero todos sabían cómo era: alto, de ojos rojos, con espinas en la espalda. Bastaba una descripción a medias para que el mito cobrara cuerpo en la imaginación colectiva. Lo curioso es que, en aquellos tiempos, la mayoría de la población no tenía una cámara en el bolsillo, y las calles apenas si contaban con una o dos cámaras de vigilancia mal colocadas. El país era un territorio de rumores y lentes escasos, un lugar donde las criaturas podían moverse libres porque nadie tenía cómo probar su existencia.
Tres décadas después, el panorama cambió radicalmente. Cada ciudadano lleva en la mano un dispositivo capaz de grabar en 4K, hacer zoom a la Luna y captar detalles microscópicos en la textura de una piedra. Hay cámaras en los semáforos, en las tiendas, en las casas, en los cascos de los motociclistas, en los cajeros, en los bolsillos, en los drones, en las computadoras, en las esquinas y hasta en los timbres de las puertas. Sin embargo, el Chupacabras desapareció. Nadie volvió a encontrar cabras exangües ni sombras en los montes. El monstruo simplemente se evaporó, justo cuando más ojos había para capturarlo. Como si la tecnología lo hubiera intimidado, o peor aún, como si necesitara el anonimato para existir.
La ironía es profunda: nunca en la historia hubo tantas cámaras, y nunca pareció haber menos evidencia convincente de lo extraordinario. De hecho, lo que más abunda no es la claridad, sino la confusión. Porque, aunque tenemos cámaras que fotografían galaxias a millones de años luz, las grabaciones de los asaltos en los Oxxos o en los bancos siguen pareciendo tomadas con una patata. Rostros pixelados, siluetas borrosas, sombras que apenas permiten distinguir si el sospechoso tiene barba o simplemente mala iluminación. El ojo que puede mirar al espacio no puede enfocar al ladrón de la esquina. Y uno no sabe si reír o preocuparse.
El absurdo se vuelve cotidiano: somos capaces de ver los anillos de Saturno con una precisión milimétrica, pero no el rostro del sujeto que acaba de vaciar la caja registradora. En esa contradicción se revela algo más que un fallo técnico; se muestra el tipo de visión selectiva que domina nuestra época. Todo lo lejano nos deslumbra, lo inmediato nos resulta borroso. Las cámaras que deberían servir para esclarecer terminan, muchas veces, funcionando como herramientas para confundir.
El fenómeno no se limita a la seguridad o al mito. También se manifiesta en la política. Se ha dicho que Enrique Peña Nieto fue el presidente más torpe de la historia moderna de México. Tal vez lo fue. Pero también es cierto que fue el primero en ser grabado, fotografiado y viralizado desde todos los ángulos posibles. Las cámaras no lo convirtieron en un personaje ridículo; simplemente lo expusieron sin pausa. Lo que antes quedaba oculto entre pasillos del poder o detrás de discursos ensayados, hoy aparece en clips, memes y videos de veinte segundos. Si los presidentes anteriores hubieran vivido bajo el mismo escrutinio digital, quizás habrían protagonizado las mismas escenas de tropiezos, confusiones y frases memorables. La diferencia no fue la inteligencia, sino la visibilidad.
Las cámaras, en lugar de mostrarnos la verdad, la multiplican. En cada imagen hay un encuadre, una elección, un punto ciego. Y en ese exceso de ojos se disuelve la certeza. Lo vemos también en las guerras que se transmiten como si fueran videojuegos. Estados Unidos anuncia con frecuencia la destrucción de “narcolanchas” en altamar, mostrando videos donde explosiones perfectamente encuadradas iluminan la noche. Pero la pregunta persiste: ¿por qué ahora, justo cuando la inteligencia artificial puede fabricar imágenes imposibles de distinguir de la realidad, se nos muestran esas grabaciones? ¿Por qué nunca antes, cuando las cámaras eran más rudimentarias y menos sofisticadas, se difundían esos operativos? La sospecha no es gratuita. En tiempos donde lo falso puede ser más nítido que lo verdadero, la transparencia se convierte en espectáculo.
El ojo digital no ve: interpreta. Cada lente es un narrador que decide qué mostrar y qué ocultar. El mito del Chupacabras, en ese sentido, no ha muerto; sólo cambió de forma. Hoy no se esconde en los cerros, sino en los algoritmos. Succiona credibilidad, chupa certezas. Ya no deja huellas en el campo, sino en los comentarios de los videos, en las teorías que circulan en redes, en los noticieros que fabrican verdades instantáneas. El monstruo sigue vivo, alimentándose de la fe ciega que tenemos en las imágenes.
Vivimos rodeados de cámaras, pero cada vez sabemos menos qué es lo que realmente vemos. La imagen dejó de ser prueba; se volvió sospecha. Y mientras más nítido parece el mundo en nuestras pantallas, más borrosa se vuelve la realidad fuera de ellas. Tal vez por eso el Chupacabras ya no aparece: porque entendió, antes que nosotros, que lo único que de verdad desaparece en tiempos de vigilancia absoluta es la posibilidad del misterio.

 

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