LaguNotas Mentales: El universo cabe en un juego de béisbol

Por Daniel Tristán/Kriprtón.mx
No sé en qué momento el béisbol se volvió una extensión de mi memoria. Tal vez desde aquellos otoños en que los días olían a hojas secas y a chocolate caliente, cuando mis padres encendían la televisión para ver la Serie Mundial y yo me quedaba hipnotizado frente a la pantalla. Recuerdo especialmente la de 1993, la última vez que los Azulejos fueron campeones. Toronto, Joe Carter, la explosión del estadio. Yo era un niño, pero algo se me quedó grabado en la piel: esa sensación de que todo podía definirse en un solo swing, en un solo movimiento preciso y silencioso, como si la vida misma dependiera de un lanzamiento bien hecho. Desde entonces supe que el béisbol no era un juego: era una forma de entender cómo se comporta el mundo y la vida de la mano del azar.
De niño jugaba en la liga infantil y después en la juvenil. A veces me despierta en la cabeza el sonido de la madera golpeando la pelota, el rebote seco sobre el guante, las risas desde la tribuna donde los papás comían semillas de girasol y aplaudían cualquier intento heroico. Los campos olían a pasto recién cortado, a polvo tibio y a refresco derramado. El sol de mediodía me pegaba en la cara, y bajo el uniforme sentía la tela áspera empapada en sudor, adherida a la piel como una segunda capa de infancia. Era el mismo olor que después reconocería en los estadios profesionales: esa mezcla de esfuerzo, esperanza y tierra caliente. Cuando cerraba los ojos, todo el mundo parecía detenerse, como si sólo existiera el momento exacto en que la pelota viajaba por el aire.
Por eso amo el béisbol: porque no tiene tiempo. No hay reloj que lo apresure, no existe el empate que disuelva la tensión. El juego se sostiene en el filo del instante, suspendido entre la estrategia y el azar. Cada pichada es un universo posible, una decisión microscópica que altera todo el curso de la historia. Es el único deporte donde las matemáticas se vuelven poesía. La sabermetría, con su obsesión por medir lo inmedible (el ángulo de salida, la velocidad de rotación, el WAR, el OPS+, la probabilidad de un fly convertido en hit) no hace más que confirmar lo que siempre supe: que el béisbol es infinito. Que cada jugada encierra una constelación de destinos alternos, una red invisible que conecta a quienes observamos con el corazón encogido. A veces, cuando un batazo se queda corto, pienso en lo distinto que sería el mundo si esa pelota hubiera encontrado una grieta en el aire.
El fin de semana los Dodgers de Los Ángeles se consagraron bicampeones venciendo a los Azulejos de Toronto. No fue un juego más: fue un recordatorio de por qué este deporte sigue siendo una metáfora perfecta de la vida. Llegamos a la novena entrada, dos outs, un hombre en tercera: Vladimir Guerrero Jr. Alejandro Kirk al bate. Un lanzamiento que parecía venir con destino heroico. El swing fue sólido, el estadio contuvo la respiración, y entonces el sonido inconfundible del bate rompiéndose en dos: un crujido breve que partió el alma de Toronto y desató la euforia en Los Ángeles. La pelota perdió fuerza, cayó dócil en el guante del segunda base, y con eso los Dodgers aseguraron el campeonato. Si el bate no se hubiera roto, si el impacto hubiera conservado su fuerza natural, quizá estaríamos hablando de una carrera remolcada, de un empate milagroso, de un séptimo juego legendario. Pero no. El destino decidió fracturarse justo ahí, en el centro del contacto. Esa astilla en la madera cambió el rumbo del universo. Y eso, precisamente eso, es lo que amo del béisbol: que nada está garantizado, que cada jugada podría haber sido distinta, que la eternidad cabe entre un lanzamiento y otro.
Mientras veía a los Dodgers celebrar, pensé en aquel niño que fui, corriendo por los campos de béisbol intentando emular a mis héroes con una gorra chueca y el guante colgando de la muñeca. Pensé en mis amigos de infancia en las risas, en las luces cálidas de las casas, en la inocencia de no saber que esos días se quedarían para siempre detrás del horizonte. Cada Serie Mundial es una cápsula de tiempo, un eco que me devuelve a esos años en los que el mundo cabía dentro de una pelota blanca. Por eso sigo viendo béisbol: para reencontrarme con ese niño que aún cree que todo puede resolverse con un buen swing. Para recordar que el juego nunca termina, porque mientras alguien sostenga un bate y alguien más espere la pelota, siempre habrá otra oportunidad, otro resultado posible, otro universo al borde de nacer dentro de un juego de béisbol.
