LaguNotas Mentales: A falta de Chupacabras, la culpa es de Manson
Por Daniel Tristán/Kriptón.mx
La madrugada del 10 de agosto de 2025, la explanada de la Catedral de San Luis Potosí amaneció con un cuadro que parecía extraído de una mala película de terror de bajo presupuesto: una cabeza de res ensangrentada, colocada con precisión frente a las puertas del templo, acompañada de una tela roja brillante con símbolos que, según algunos feligreses, evocaban el imaginario visual de Marilyn Manson.
No pasaron ni unas horas antes de que la narrativa estuviera servida: el escándalo coincidía, ¡qué casualidad!, con la presentación del polémico músico estadounidense en la Feria Nacional Potosina. La ecuación era perfecta para el sensacionalismo: símbolos extraños + sangre + Manson en la ciudad = culpable.
Y así, de nuevo, nuestra vieja costumbre de encontrar a “ese” culpable de bolsillo volvió a relucir. Una tradición que como sociedad abrazamos con tanto cariño que ya podríamos registrarla como patrimonio cultural inmaterial. Porque no hay nada que nos reconforte más que tener a quién culpar, una figura que encarne todo lo que está mal, para poder descansar tranquilos creyendo que el mal tiene rostro, nombre y, de ser posible, agenda de presentaciones.
No es nuevo. En abril de 1999, tras la masacre en la escuela secundaria de Columbine, Estados Unidos se volcó sobre Marilyn Manson como si fuera el mismísimo instigador. La razón: uno de los autores de la matanza había sido visto usando una playera del cantante. Nunca importó que las investigaciones revelaran que Manson ni siquiera estaba en el radar de esos jóvenes. La relación era inexistente, pero servía. Y cuando algo “sirve” para explicar lo inexplicable, la verdad deja de ser un obstáculo.
Lo mismo pasa aquí. Si la cabeza de res hubiera aparecido tres días después del concierto en San Luis Potosí, Manson ya no estaría disponible como villano útil. Nos habríamos visto obligados a buscar otro antagonista. El crimen organizado siempre es un buen comodín. O, si la imaginación flaquea, podríamos desempolvar al chupacabras, que lleva años esperando una reaparición estelar. Al final, lo importante es encontrar a alguien, no entender qué diablos está pasando.
El problema de esta dinámica es que, en el fondo, es una muleta social. Nos ayuda a mantener la ficción de que “el mal” es algo externo, ajeno, encarnado en un ente perfectamente identificable. De esta manera, no tenemos que mirar hacia adentro ni enfrentar la posibilidad incómoda de que lo que está mal en nuestra sociedad es la sociedad misma. Que las cabezas, de res o humanas, que aparecen en espacios públicos son síntomas de problemas estructurales que nosotros alimentamos, toleramos o, peor aún, normalizamos.
Es mucho más sencillo creer que un músico excéntrico que canta sobre lo prohibido es el origen de todo. Así nos evitamos la autocrítica. Así podemos seguir con la cómoda mentira de que el monstruo vive afuera y no duerme en nuestra propia cama.
Por supuesto, no faltan los discursos “preocupados” que se visten de moral y buenas costumbres. No se trata solo de encontrar un culpable; se trata de hacerlo encajar en nuestra narrativa. Si el hecho violento tiene un elemento estético o simbólico que asociamos con el mal, mejor. Y si ese mal coincide con la visita de alguien que incomoda a las buenas conciencias, entonces bingo: caso resuelto.
No importa que no haya pruebas. No importa que la investigación apenas comience. No importa que la lógica se haya ido a dar un paseo. Lo importante es señalar rápido, que no se nos enfríe la indignación.
Lo irónico es que este impulso de culpar a agentes externos es un espejo de la propia debilidad social que no queremos ver. Es el reflejo de una comunidad que necesita enemigos imaginarios para evitar hacer frente a los reales. Es la incapacidad de aceptar que la violencia, el crimen y la descomposición no son producto de un individuo aislado, sino de un sistema que todos habitamos y, de algún modo, alimentamos.
Pero claro, reconocer eso es demasiado doloroso. Mucho más fácil culpar al hombre maquillado de “villano”.
Mientras tanto, la cabeza de res ya fue levantada por peritos, la tela roja está bajo resguardo y las huellas dactilares esperan en algún laboratorio. Los verdaderos responsables siguen en las sombras, probablemente riéndose de cómo, una vez más, el debate público se fue por la tangente y convirtió una investigación criminal en un espectáculo de moralidad a conveniencia.
En el fondo, lo que más nos aterra no es el acto violento en sí, sino la posibilidad de que no haya un único villano, de que no exista ese “otro” a quien podamos cargarle toda la culpa. Porque si no hay un culpable claro y externo, entonces la culpa nos salpica a todos. Y esa idea sí que es insoportable.
En conclusión, seguiremos buscando culpables cómodos mientras nos neguemos a entender que el mal no llega en avión desde fuera de la ciudad ni se baja del escenario al terminar un concierto. El mal vive aquí, en nuestras calles, en nuestras instituciones, en nuestros silencios.
Y hasta que no tengamos el valor de señalar con el dedo hacia adentro, ninguna cabeza, ni de res ni de mito, bastará para explicar lo que está podrido en el corazón de nuestra propia sociedad.