LaguNotas Mentales: ¿De qué color es San Luis?
Por Daniel Tristán/Kriptón.mx
San Luis Potosí ha sido, por décadas, tierra de pasión deportiva. No somos la capital del deporte nacional, no tenemos nuestras vitrinas atascadas de campeonatos ni a los mejores en nuestras canchas cada fin de semana. Pero sí tenemos una afición fiel, orgullosa, que vibra con los colores de su tierra. O bueno… al menos eso solíamos tener claro. Porque hoy, si uno observa con atención, pareciera que ni siquiera eso nos queda. ¿De qué color es San Luis? ¿Quiénes somos cuando nos ponemos la camiseta?
Basta asomarse un domingo al estadio Alfonso Lastras o un viernes al Auditorio Miguel Barragán para entrar en un carnaval cromático que confunde más que inspira. El Atlético de San Luis, heredero espiritual del glorioso Club San Luis, juega a veces con el tradicional rayado blanco con rojo, pero otras veces sale al campo vestido de azul y amarillo. ¿Nostalgia por los tiempos del Real San Luis? Tal vez. ¿Una estrategia comercial? Seguramente. ¿Un atentado contra la identidad? Sin duda.
Y si el caso del fútbol ya es cuestionable, lo del básquetbol raya en lo absurdo. Los Santos de San Luis han desfilado en pocos años por un arcoíris que parece más salido de una paleta de diseño que de una historia deportiva. Negro, rosa, verde fosforescente, blanco, amarillo chillante… ¿Cuál es el color oficial? ¿Cuál es la bandera que nos convoca?
La identidad deportiva no se construye con slogans, ni con campañas de marketing, ni con colaboraciones con influencers. Se construye con símbolos. Con consistencia. Con arraigo. Y el color, ese lenguaje silencioso pero poderoso, es uno de los pilares más importantes.
El Club San Luis, en sus distintas versiones, ha tenido una historia de vaivenes, pero si algo permaneció constante durante décadas fue su uniforme rayado amarillo con azul. Esa combinación se convirtió en estandarte. No era sólo una camiseta: era una declaración de orgullo. Los jugadores la portaban como armadura; los aficionados la ondeaban como bandera. Era nuestra piel.
Incluso cuando el equipo fue absorbido en distintas etapas por franquicias como el Real San Luis o, más recientemente, el Atlético de San Luis, los colores se mantuvieron relativamente estables. La asociación con el Atlético de Madrid trajo consigo una inevitable adopción del rojo y blanco en rayas verticales. Con el paso del tiempo, algo comenzó a disolverse la identidad cromática. De pronto, aparecieron camisetas negras con detalles dorados, uniformes azul marino con vivos amarillos (un claro guiño al pasado del Real San Luis), y otros modelos experimentales. Entiendo la nostalgia. Muchos recuerdan con cariño a Alfredo Moreno y al “Chango” Moreno vistiendo aquellos colores. Pero esa nostalgia mal administrada genera ambigüedad.
Hoy, ver jugar al Atlético de San Luis es como jugar “¿Quién es quién?” con sus uniformes. Uno nunca sabe con qué saldrán. Y lo peor no es la sorpresa estética; es la falta de coherencia simbólica. Porque los colores, como los escudos, no se cambian como calcetines. Se respetan. Se heredan. Se defienden.
Lo de los Santos de San Luis es aún más desconcertante. El equipo, parte de la Liga Nacional de Baloncesto Profesional (LNBP), nació en 2015 con el noble propósito de devolverle a la ciudad un lugar en el deporte ráfaga. La intención fue aplaudida. El nombre, aunque genérico, tenía potencial. Pero el manejo de la identidad visual ha sido, francamente, errático.
Durante su primera temporada, los Santos lucieron un uniforme blanco con vivos verdes. Una elección limpia, funcional, aunque no particularmente distintiva. Pero con los años, la paleta cromática se desbordó. Aparecieron uniformes negros, luego verdes fosforescentes, después rosas, más tarde amarillos, y no faltaron los blancos con combinaciones inusitadas.
Algunos de estos cambios respondían a causas nobles: campañas contra el cáncer de mama, días conmemorativos, etc. Pero cuando lo extraordinario se vuelve constante, pierde efecto. Y cuando el “uniforme” deja de ser uniforme, el mensaje se diluye.
Podrá parecer trivial. “Es solo un color”, dirán algunos. Pero quienes vivimos la pasión deportiva desde la grada sabemos que no es así. El color es pertenencia. Es memoria. Es la camiseta que usó tu abuelo, la que heredaste, la que colgaste en tu cuarto. Es la fotografía de aquel ascenso. Es el mural pintado en la colonia. Es una forma de decir “aquí estoy” sin necesidad de palabras.
Cuando los equipos renuncian a sus colores o los trivializan en nombre de la mercadotecnia, lo que están haciendo es romper el puente simbólico con sus seguidores. Nos convierten en espectadores, no en creyentes. Nos invitan a consumir, no a pertenecer.
Y lo más grave: si todo cambia todo el tiempo, si el jersey hoy es azul, mañana rosa y pasado negro, entonces nada importa realmente. Y en una era en la que el fútbol y el básquetbol luchan por recuperar el alma que las franquicias y los derechos televisivos les han arrebatado, perder la identidad es el golpe final.
Aún estamos a tiempo para corregir. Pero urge una reflexión seria por parte de las directivas de ambos equipos. No se trata de limitar la creatividad, ni de impedir colaboraciones o iniciativas sociales. Se trata de establecer una identidad clara y coherente. De definir cuál es el color que nos representa. Y mantenerlo.
Podrán hacer ediciones especiales, claro que sí. Pero el uniforme base debe ser reconocible, estable, respetado. El escudo debe portar con orgullo los colores que nos han acompañado durante generaciones. Porque si no sabemos de qué color es nuestra camiseta, ¿cómo sabremos para quién estamos luchando?
San Luis no necesita más colores. Necesita raíces. Y esas raíces se tiñen con la historia, no con el algoritmo del momento.
Así que la pregunta sigue: ¿de qué color es San Luis?
Y mientras no tengamos una respuesta clara, seguiremos en este limbo cromático, este desfile de camisetas sin alma, este carnaval de identidades rotativas que nos aleja, poco a poco, de lo que alguna vez fuimos: una afición que sabía de qué lado estaba.