No, ningún intelectual firmó el manifiesto en favor de Xóchitl Gálvez
Por Joserra Ortiz/Kriptón.mx
Cuando se refiere a un personaje público, la de “intelectual” es una dignidad que se ejerce, no un título que se otorga. Tampoco es una profesión. No se trata de un epíteto al que uno mismo pueda acceder por dedicarse, con mayor o menor éxito, a las labores culturales, que es decir a las áreas artísticas, literarias, académicas o científicas del quehacer humano. “Intelectual” es, ante todo, un honor otorgado públicamente a las aptitudes y la clarividencia de un individuo que ha puesto al servicio de la comunidad los logros y razonamientos de su inteligencia.
Según la sencilla definición que acabo de anotar, las más de doscientas personas que firmaron un desplegado el 20 de mayo de 2024 llamando al voto por la candidata Xóchitl Gálvez, no son, que a mí me conste, “intelectuales”. Son artistas, científicos, políticos, académicos y escritores, algunos de best sellers y otros sin obra relevante, que no participan de un diálogo público de alcances definitivos con nadie, en ningún sitio y en ninguna circunstancia más allá de sus revistas, sus redes sociales y sus apariciones mediáticas. Su influencia en la inteligencia nacional es mínima, quizás incluso nula, al igual que la de cualquier otro ciudadano en condiciones y roles similares que no respaldaron este llamamiento. La pregunta, por supuesto más importante, sería dilucidar si tenemos una verdadera y eficiente clase intelectual en el siglo XXI mexicano. Yo creo que no, pero ese es un tema amplio para otra ocasión.
Los firmantes, ninguno de los cuales me sorprende, no se autodenominan como “intelectuales”, sino como miembros “integrantes de la comunidad cultural”. Desde el principio, establecen una diferenciación artificial y condescendiente entre los ciudadanos mexicanos. Según su postura, en este país hay quienes contribuyen a la cultura y quienes no. A partir de esta posición, se presentan fácilmente como individuos destacados por las cualidades y actividades de sus intelectos. Por tanto, en las escasas conversaciones y notas periodísticas que hacen referencia a este pronunciamiento, se les etiqueta como “intelectuales”. Aunque entiendo que esto pueda ser considerado una deferencia social y respetuosa, no puedo ignorar que algunos de ellos presumen de forma soberbia de una autoridad que no les corresponde: la de dictar cuál es el voto históricamente correcto, basado en sus propias determinaciones.
Llámeseles como se les llame, firmar manifiestos, desde Marx hasta los Infrarrealistas, supone tanto la declaración de unos principios morales, como la pretensión de imponerlos o insertarlos al flujo histórico del que provienen, suponiendo que el resto de sus coetáneos están equivocados. Esta idea clave de Claude Abastado, además, se vuelve evidente en el tono alarmista y amedrentador del manifiesto en el que mencionan que la continuidad de MORENA en el poder es una “grave amenaza contra la democracia [y] la continuidad de la corrupción política y una creciente inseguridad que ha dejado buena parte del país a merced del crimen organizado”. La solución, así lo decidieron, es hacerles caso a ellos, a este grupo de personas que no son la mayoría, pero sí una pequeña parte de la gran comunidad cultural mexicana que somos todos. Su teoría señala que, evidentemente, quien se dedica profesionalmente a producir cultura, material o inmaterial, piensa mejor, más claramente y de forma correcta. Las personas que firman ofrecen lo que, dan a entender, niega el régimen actual: “diálogo, discusión, pactos razonados, tolerancia y pluralidad multicolor”. Quienes firman, son claros, poseen una verdad que no tenemos los demás.
En realidad no la tienen y, por no tener, no tienen nada de intelectuales. La labor del intelectual es articular un pensamiento de vida para explicarlo a sus contemporáneos. Su razón es entender, comprender y dialogar lo que el romanticismo alemán llamó el “Zeitgeist”, es decir, el espíritu de la época que están viviendo. Cualquier inteligencia es libre de entender cómo mejor prefiera la política que más conviene a su entorno: siempre ha habido intelectuales tan valiosos en la izquierda como en la derecha e incluso en el tibio centro que no produce casi nada. El intelectual se diferencia del escritor, del profesor o del periodista, sin embargo, porque al leer los sucesos no firma manifiestos alarmistas ni propone que su verdad debe ser reconocida como el único camino viable y posible. Su interés, como el que expresaba Jean Paul Sartre en su revista ‘Tiempos modernos’, es el de cambiar la condición social del hombre a través de la concepción que tiene el hombre de sí mismo. Es decir, la función social del verdadero intelectual no tiene el carácter reduccionista de dirigir el voto en unas elecciones o las preferencias hacia una candidata política. Su compromiso máximo con la libertad se encuentra en cuestionar el sistema existencial vigente para generar ideas que puedan conducir a la sociedad hacia un estado mejor, tanto en aspectos concretos como en dimensiones trascendentales.
A nadie, sin embargo, le impongo lo que he dicho. Quien quiera decirse intelectual, y además sumarse a una revolución que influya directamente en el cambio de una forma de gobierno, puede seguir el ejemplo más bello que ha dado la literatura en nuestro idioma. No firme manifiestos en ‘Letras Libres’, súbase a un caballo como José Martí y, revólver en mano, cabalgue a su destino. Mucho mayor compromiso con sus ideales cupo en el pecho del poeta que en todas las cuentas de Twitter de los allá firmantes.