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Gente del mundo

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Por Joserra Ortiz/Kriptón.mx

Durante las primeras semanas del año 2024, el Museo Americano de Historia Natural, en Nueva York, cerrará dos salas dedicadas a la exhibición de materiales, restos y memoria de los pueblos nativos norteamericanos. A lo largo del museo ya hay varias piezas cubiertas, otras retiradas y es posible que se oculten para siempre la gran mayoría de artefactos que muestran las culturas, costumbres, tecnologías, rituales y personalidades de los indígenas que habitaron amplias regiones de ese país, hoy reducidos, en el mejor de los casos, a las famosas reservaciones más o menos soberanas y que históricamente han servido para limitar su agencia cultural y política.
Los horrores que viven los “indios” americanos, que van de la discriminación simbólica de ser utilizados como mascotas de marcas, a las violencias específicas que atentan contra su salud, su seguridad y su bienestar, desde hace mucho tiempo se nos ofrecen a los espectadores ajenos en una gran cantidad de materiales literarios y audiovisuales generalmente de elevada calidad para informarnos sobre uno de los problemas más evidentes en el desarrollo del occidente moderno: el racismo. Ahí están, solo por mencionar productos recientes, series como “Yellowstone”, “1883” o “Reservation Dogs”, o películas como “Wind River” y la muy aclamada “Killers of the Flower Moon”, con la que Martin Scorsese se alejó de su tema habitual—la cultura mafiosa de la costa este—para explicar que la construcción de su nación está cimentada en el crimen y el ventajismo. El esfuerzo mediático ha incluido un revisionismo bastante incómodo para algunos, como el de eliminar contenidos que representan de forma problemática o evidentemente discriminatoria y caricaturesca al indígena, como el clásico “Peter Pan” de Walt Disney. Ese es el mismo ánimo por el que equipos deportivos como los “Indios” de Cleveland ahora se llaman “Guardianes”, o los “Pieles Rojas” de Washington ahora son los “Comandantes”.
Con respecto a lo que ocurre en los museos, la intención histórica es que todo lo relacionado con las naciones indígenas solo pueda mostrarse para la exhibición con el permiso expreso, el cuidado y la curaduría de las mismas tribus, quienes, nunca hasta ahora, habían tenido injerencia ni potestad alguna sobre la representación pública de sus personas e historia. Las críticas no son tan airadas, pero existen y se focalizan en decir que se está limitando la educación de las masas y que los museos resguardan la memoria del mundo y no la explotan. Sin embargo, esta clase de acciones llevan ya un tiempo sucediendo en otros museos de Estados Unidos, y forman parte de un esfuerzo colectivo que, desde principios de la década de 1990, quiere reparar los daños ocasionados contra la integridad y la memoria histórica de los pobladores originales de Norteamérica. Por supuesto que esto no es una “ocurrencia” bien-pensante y políticamente correcta en sintonía con las causas actuales (la llamada “cultura woke”), sino un caso ejemplar de reparación histórica que debería ser imitado a gran escala: los seres humanos no somos curiosidades para exhibirse en los contextos de nuestras derrotas. Alemania, de hecho, ya lo hace, y, desde hace tiempo, ha limitado mucho la exhibición de restos humanos, e incluso culturales, pertenecientes a cualquier cultura que no sea la suya. De la misma manera ha encabezado esfuerzos intra e intercontinentales para repatriar piezas museísticas que originalmente fueron obtenidas en contextos de colonización; es decir, a través de guerras e invasiones. En Europa, hasta donde tengo entendido, la única nación que se niega a siquiera plantearse la posibilidad de reparar los saqueos históricos es Francia, pero otras antiguas potencias imperialistas comienzan a hacer lo propio, como Gran Bretaña, España y Portugal.
Volviendo a América, todos sabemos que la historia de los habitantes originales de este continente fue frenada de golpe y con demasiada violencia con la llegada de los europeos a partir de 1492. En algunos casos, incluso, la destrucción de las poblaciones y civilizaciones americanas llegó al genocidio y al etnocidio, y en otros a la esclavitud, el apartheid, la explotación y el expolio material y cultural. Es comprensible que así fuera, y aunque es reprobable no es condenable por el contexto histórico del suceso: los que se echaron a la mar océano eran los últimos hombres de la edad feudal, una larguísima época en la que casi todo se consiguió en base de enfrentamientos bélicos estructurados desde el dogma cristiano, en donde no existieron naciones sino castas y en la que no podía contemplarse siquiera nociones como igualdad y justicia. Sin embargo, conforme hemos ido adquiriendo otras consciencias históricas que nos han permitido pensar en derechos humanos y civiles inalienables, igualdades de géneros y proclividades democráticas, tenemos la obligación de plantear las relaciones entre seres humanos desde la paz, la concordia, el respeto y la admiración mutuas, y de esta manera eliminar para siempre las distinciones sociales y de clase con las que establecimos nuestras comunidades en un primer momento.
Por esta razón, lo que ahora comienzan a hacer museos tan importantes como esa mole neoyorquina que guarda la memoria del mundo, desde los dinosaurios hasta nuestros días, no es un borrado de la historia, tampoco su reescritura, sino la corrección de un modelo del mundo que hasta ahora no nos ha servido, en el que los más fuertes ven con simple curiosidad, pero sin diálogo en condiciones de igualdad, a los más débiles. Todo esto suma en el movimiento hacia una cultura de paz en la que los seres humanos no nos veamos unos a otros como extraños ni como curiosidades, sino como entidades complejas que puedan celebrarse en sus diversidades y desde sus singularidades. Vivimos un mundo violento en el que nunca ha existido un solo día sin cuando menos una guerra fratricida, y creo que todos los conflictos empiezan en la necedad de vernos los unos a los otros como ajenos. Al impedir que sean las instituciones de los opresores culturales y políticos las que nos simbolicen, podremos más fácilmente reconocernos todos como iguales. La autorrepresentación es un derecho y son los mecanismos colonialistas y racistas los únicos que ganan en la figuración de la imagen de los subyugados. Y ya basta de que sigan ganando los malos.

 

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joserra.ortiz@kripton.mx

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