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LaguNotas Mentales. Crónica Potosina #3 (Loquito del centro)

LaguNotas Mentales. Crónica Potosina #3 (Loquito del centro)

Por Daniel Tristán/Kriptón.mx

En la penumbra de las farolas antiguas, sobre las losas que antaño pisaron gobernantes, comerciantes y frailes, se encuentra el habitante invisible de la urbe: el “loquito del centro”. En el corazón del Centro histórico de San Luis Potosí (esa retícula de calles coloniales, fachadas barrocas, piedras y vitrales)  aparece él, quizá sentado junto al quiosco en la Plaza de Armas o de pie, en cuclillas, con el muro de la Templo del Carmen al fondo, mientras el mundo pasa, veloz, ignorándolo.

Su presencia resulta inevitable para quien cursa la calle de Allende rumbo al Palacio de Gobierno. Sin embargo, pasa desapercibido. Se lo mira con fastidio, risa, pena o indiferencia como algo que existe “ahí”, en ese limbo urbano.

Se traslumbra ahí: el cabello descuidado que alguna vez fue negro azabache, ahora teñido por el gris del paso del sol y de la noche. Los ojos fijos en nada, o más bien en una pantalla interna, como si él viera aquello que los demás no quieren contemplar. Su barba crecida, desordenada; una bufanda antigua raída, quizá heredada o encontrada en un tiradero; un suéter desteñido encima de una camisa remendada con tachuelas improvisadas. Sus pantalones rotos, abiertos en las rodillas, dejando ver la piel curtida; y los lustrines gastados de unos tenis que no se sabe bien de cuándo datan. En su bolsillo izquierdo reposa una bolsita transparente, sin etiqueta, que algunos pasan por alto y otros evitan con la mirada.

Huele a sudor añejo, a humedad de túnel subterráneo, a humo que alguna vez fue para calentar y ahora es para desaparecer. Hay un leve rastro de desinfectante barato (porque alguien lo roció para que “no apeste”) mezclado con el aroma a vieja cartuchera de cerveza derramada en la banca al lado.

El loquito del centro no es mera víctima del sistema sino un vidente que fue expulsado. Se le quitó la venda de los ojos y vio la maquinaria sutil del poder, vio la urdimbre de la ciudad, el comercio, la desigualdad, vio la promesa hueca de movilidad social. Y ante esa verdad abrumadora, algo en él se rompió: la lógica común ya no pudo sostenerse.

Ahora su mente opera en dos planos: por un lado, el de la cotidianidad (el motor de turistas, oficinas, tráfico) y por otro lado, ese plano alterado donde él habita. Viaja en su interior por túneles de espejos, gesticula en medio del aire como si marcase un compás que nadie sigue. No es que esté “loco” en el sentido de carente de razón: es que esa razón común se le volvió inaceptable.

Se apropia de bancos y esquinas: la fuente de la Plaza del Carmen puede ser su púlpito improvisado; la sombra de la cúpula de la iglesia del Carmen, su techo sagrado. Allí predica (con gritos o murmullos) aunque nadie lo escuche. La gente del centro lo ve como un objeto urbano: “ahí está el loquito otra vez”, dicen. Algunos le tiran moneda, otros tiran a correr. En los pasajes de la calle de San Francisco, entre los colmados y las camionetas, se le pide que se “mueva” porque “espanta” a los clientes. Nadie se pregunta qué vio él, a qué verdad se enfrentó.

Porque él no está maldiciendo por maldad, sino gritando por liberación. Está fuera del sistema no porque sea inútil, sino porque vio demasiado. Cuando uno renuncia a la ilusión de ser “normal”, cuando descubre que la rueda gira siempre para otro lado, hay dos salidas: adaptarse o caer al borde. Él prefirió caer… o fue empujado.

En torno al Palacio Municipal, en la calle de Madero, en los cafés donde se sirven cervezas artesanales, en todo ello aparece él. El entramado de plazas, calles de cantera rosa y faroles de gas crea un escenario barroco que amplifica su melancolía. La ciudad lo expulsa de la periferia al centro porque ahí hay actividad, hay testigos, hay monedas que caerán. Pero también hay altura simbólica: el lugar del poder, de la mirada, del mercado, de la iglesia.

Mientras los turistas posan ante la fachada del Templo de San Agustín o del Carmen, él se sienta en el escalón, su cuenco al frente, el viento soplando sobre las gárgolas, como si escuchara un rumor antiguo. Vuelve al origen del trazado urbano: la plaza principal, los ejes coloniales, el espejo de la religión y del dinero. Porque él vio que esos ejes no favorecen a todos. Y su alma lo va llevando a otro mapa.

Y aquí llegamos al meollo: ¿es “desgraciado” este loquito del centro o es, contra toda lógica, un ser liberado? Alguien que mientras todos corren tras la promesa, él decidió quedarse quieto y ver. Ver qué se esconde en los pliegues de los edificios virreinales, en la sombra de los arcos, en el reflejo de la fuente del Carmen.

Podríamos decir: su suerte es maldita porque vive al margen, sin techo, sin recursos, sin reconocimiento. Y tendríamos razón. Pero también podríamos decir: su suerte es bendita porque ya no espera nada del sistema que nos obliga a competir, acumular y disimular. Porque ya vio la verdad: que la ciudad no es solo luminosa fachada, sino grieta, sombra, desequilibrio. Que la locura quizá no es problema de él, sino de quienes se niegan a ver.

Entonces, la próxima vez que pase usted por la Plaza de Armas o el Callejón de San Francisco fíjese en el loquito: el que parece ausente, el que parece dormido o delirando. Pregúntese si él no es más consciente que usted. Pregúntese si el mundo en el que camina usted no es, al contrario, la verdadera prisión. Y contemple: ¿quién está en peor posición, el que corre tras ilusiones polvorientas o el que se queda quieto, en medio del caos, y dice: Ya lo vi todo?

Porque quizá, al final, el loquito del centro es el último profeta urbano. Y nosotros, los que lo ignoramos, seguimos creyendo que estamos en libertad.

 

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