El fantasma del Mayo Zambada
Por Joserra Ortiz/Kriptón.mx
Ayer 25 de junio de 2024, alrededor de la seis de la tarde, me enteré de que Ismael Zambada, un septuagenario conocido como “el Mayo”, dejaba de ser el narcotraficante en activo más importante de México. En un principio, y a pesar de haber sido apresado por representantes de la ley norteamericana, los medios dieron notas confusas: unos decían que lo capturaron en un enfrentamiento, otros que la DEA lo cogió en un aeropuerto de El Paso cuando un hijo del Chapo le puso el dedo, y unos más que se entregó voluntariamente al FBI, aunque sin definir si había sido un pacto o una rendición. Dejé de leer sin mucho interés. Sé que muy rápidamente se habrá convenido una verdad única sobre el acontecimiento y que también se nos informará muy puntualmente de todo lo que ya más o menos conocemos; por ejemplo, sobre sus relaciones profesionales y personales, así como el tamaño de sus crímenes. No de todos, por supuesto. Las maldades más incómodas y brutales se ocultarán para siempre en el archivo de la desmemoria binacional. Por lo demás, si algo he aprendido en estas casi dos décadas de guerra contra el narco, es que toda captura o asesinato de altos mandos es tan solo un espectáculo de conveniencias y que la bestia no se debilita, ni se oculta, ni nada: siempre hay otros, las fauces de la muerte son profundas y abundan los remplazos.
Entiendo que el narco es la realidad histórica que me tocó vivir. Hubo a quien le tocó vivir en el Barroco o en la Inglaterra victoriana. A mí me tocó la edad humana que se extiende entre la cocaína y el fentanilo. Según mis cálculos para nada científicos ni profesionales, seguramente convivo regularmente con alguien relacionado en primer grado con el submundo del narco mexicano. Aunque no sé quién es, alguien en mi vida les vende, les factura, les oculta o les mata. Si se me desenmascara y me permitiera dirigirle una sola pregunta sobre todo el asunto del crimen organizado, querría saber cómo es posible vivir con tanto impudor alimentando la maldad. No es moralina. No tengo el ánimo ni la autoridad para juzgar, es tan solo una necesidad filosófica por comprender la moral y la metafísica de los artífices de la destrucción. Opero desde el terreno de la razón y sé que mis congéneres no son animales irracionales, por lo que juzgo que debe haber algún tipo de razonamiento ético que sostiene sus acciones y sus decisiones. ¿Es posible vivir conscientemente y sin culpas a sabiendas de haberlo devastado todo y para todos a cambio de dinero, tal vez autoridad? ¿Entienden estos criminales que en su vida tan corta nos rompieron la vida y la experiencia del mundo a todos los demás y a todos los que vienen? ¿Qué se siente ser unos egoístas execrables que ni siquiera pueden disfrutar del infierno que soltaron sobre la faz de la Tierra, porque deben vivir ocultos, ya sea en las sombras, en el secreto o en la manada del sicariato? ¿Cómo es vivir impedidos de las bellezas del ser y del espíritu, nomás desperdiciándose en el consumo rápido y apasionado de todo lo que sólo es apariencia y hedonismo? ¿Me equivoco con todos estos juicios y prejuicios?
En México abundan las y los expertos del periodismo y la historiografía del horror. A la mayoría los asesinan y los desaparecen. No sé cuántos de ellos se habrán preguntado por el mundo interior de los señores del mal, pero sí entiendo que nos han llenado de cifras, nombres, tablas e información que, paradójicamente, no la utilizamos para nada, solo para repetirla. La cantidad de notas y videos informativos que aparecieron en mi feed de YouTube durante la primera hora de la aprehensión de Zambada sobraban en datos duros sobre su historia, su fortuna, sus cargos en los tribunales norteamericanos, sus vínculos profesionales, sus avenencias y discrepancias, e incluso sobre el futuro a corto y mediano plazo de su sociedad delictiva y casi todos los otros más o menos 230 cárteles que hoy operan en el país. Ninguno de esos datos cambia ni transforma nada. Son el pan y el circo de nuestra era de la información. Son datos inútiles y vacíos. Cuando juzguen al Mayo, si es que lo juzgan, esos datos serán solamente nociones abstractas de transgresiones a las leyes escritas, pero no servirán como reprobaciones verdaderas, mucho menos como castigos severos, para faltas tangibles y dolorosas. Habrá un castigo pero no justicia: en la banalidad que es el relato de la larga vida criminal de hombres como este, no caben uno por uno los nombres de las y los desaparecidos, las y los asesinados, las y los secuestrados, las y los adictos, las y los desplazados, las y los violentados, las y los defraudados, las y los robados, las y los anulados, las y los esclavizados, las y los corrompidos, las y los mutilados, desmembrados, colgados, encajuelados, encobijados, pozoleados y tantos otros condenados a los neologismos del narcoterrorismo.
Llámense Mayo, Chapo, Mencho, Azul o como sea, los criminales reinan sobre nosotros y seguiremos siendo súbditos de sus leyes forzosas: vivir en el miedo, decir en secreto, aguantar abstraídos en las distracciones que nos permita la propia cultura que nos han impuesto con su música, sus ropas, sus estándares de belleza, sus tatuajes, sus creencias religiosas, sus comidas, sus bebidas, hasta sus libros y sus programas de televisión. Aspiramos a ellos, tanto como aspiramos lo de ellos. Son ídolos humanos, vienen de abajo, de tan abajo que se merecen lo mejor a pesar de construir su felicidad en la desdicha de todos los demás. Las series sobre narcotráfico han logrado que los capos se nos conviertan en seres humanos diáfanos de una maldad heroica y sus acciones apenas deslices románticos de genios torturados. Hay una escena de cualquier relato audiovisual de Pablo Escobar que me angustia particularmente: el colombiano está huyendo en la montaña de Medellín con su hija, hace frío y no llevan abrigo, por lo que al narco no le queda de otra más que quemar fajos y fajos de los dos millones dólares que le sobran para calentar a la pequeña. Aplausos, para eso es el dinero, que se salve la niña con el fuego de los billetes que costaron ríos de sangre, masa encefálica y dolor.
Estos teatros ridículos no ocurren en los corridos, por cierto. En los corridos de antes, claro, los que hablaban de personajes y aventuras rayanas en la épica popular. En esas canciones los bandidos, pistoleros, rateros, traficantes y narcos morían colgados, intercambiado balas, traicionados por un primo, un amigo, un secuaz o una amante. “A mí me gustan los corridos, porque son los hechos reales de nuestro pueblo”, dijeron Los tigres del norte, y de eso trataron, de todas esas acciones que son los peores crímenes imaginables. Pero sobre todo, trataron de los hombres que los llevaban a cabo, con nombre y apellido, a veces en tono de advertencia o recriminación, pero las más de las veces con la tonada de la admiración y la advocación casi milagrosa. Los corridos son la versión mexicana y moderna de una forma de balada ya muy antigua y castellana, el romance medieval. Es una forma de cantar a los instintos más básicos de la admiración, el regocijo y la necesidad de alguna información inmediata y mediada. Son la música apropiada para cantar sobre el lobo que se oculta en el bosque y que aunque se mate siempre estará ahí: la guerra contra el monstruo está perdida desde siempre. No importa cuántos narcos agarren, mucho menos cuántos maten. Ayer fue uno y después fue otro, hoy es el Mayo. Su captura no significa nada, porque el mal que nos acecha no es un anciano de casi ochenta años, sino una forma de vida que se ha extendido tanto que ya somos todos nosotros. ¿Qué se sentirá ser precisamente eso, ser el Mayo Zambada, la cara que en las noticias de hoy tiene el fantasma de nuestra perdición?