Libros y neutralización ideológica
Por Joserra Ortiz/Kriptón.mx
Si la recuerdo bien, la anécdota va así: a mediados de los años noventa del siglo pasado, un grupo de escritores jóvenes latinoamericanos coincidió en el prestigioso programa de escritura creativa de la universidad de Iowa. Sí, el mismo que aparece en la novela Ciudades desiertas del recientemente fallecido José Agustín. En aquella época lo hispano estaba muy de moda en Estados Unidos y en el mundo, era la época de Ricky Martin y Enrique Iglesias, de Como agua para chocolate, de Salma Hayek contoneándose con una boa constrictor y del descubrimiento universal de que los tacos no llevan queso amarillo ni se sirven en tostadas dobladas. También para ese momento habían transcurrido casi tres décadas desde que Gabriel García Márquez conquistara todas las librerías y bibliotecas del mundo con una serie de novelas escritas en un tono muy personal de una poética que, según Alejo Carpentier, era de todos nosotros y que, discusiones más, discusiones menos, generalmente llamamos “Realismo mágico”, que es una versión de lo “Real maravilloso”.
Entre la publicación en 1967 de Cien años de soledad y los pininos de estos muchachos que comenzaban a publicar con éxito en sus países al sur de la frontera americana, se imprimieron muchos títulos a la saga del estilo del Gabo, en un apetito editorial que consiguió convertir un esfuerzo artístico antiimperialista en otra gallina de huevos de oro. Las calidades entre lo producido distan tanto como las diferentes cualidades imaginativas que hay entre The House on Mango Street, de Sandra Cisneros, La casa de los espíritus, de Isabel Allende, y Santitos, de María Amparo Escandón. Según el filósofo Herbert Marcusse esto es lo que hace el capitalismo con todo aquello que le resulta incómodo: lo asimila para convertirlo en otro bien de consumo, tan banal como cualquiera y desprovisto en realidad de ideología. La intención del sistema no es eliminar lo peligroso, sino frivolizarlo para que pierda todo el sentido y las cosas permanezcan igual. Le llama “tolerancia represiva” y, en pocas palabras, diariamente lo vemos en el ejemplo de las cadenas de cafeterías convirtiendo al movimiento feminista en vasos de colores y promociones; o las luchas por los derechos raciales, transformados en documentales de plataformas de streaming; o el clásico ejemplo de la ideología revolucionaria y contestaria transmutada en la camiseta del Che Guevara vendida por Amazon o en Zara.
Un día durante su programa universitario de escritura, los jóvenes que he referido fueron invitados por un editor importante angloparlante para publicar una revista con sus cuentos. Lamentablemente, cuando se los mostraron, el editor los rechazó tajantemente porque no parecían escritos por latinoamericanos. Les dijo que cualquiera en cualquier parte del mundo pudo haber firmado esos relatos. Lo que él quería era realismo mágico, escenarios sacados de una postal de Frida Kahlo, los bellos y exóticos colores del tercer mundo. Los escritores se sorprendieron, reconocían que quizá sí, eso que les pedían era parte de la experiencia latinoamericana, pero definitivamente no era la de ellos, casi todos provenientes de capitales posmodernas, contaminadas y globalizadas. De ahí que decidieran reunir sus relatos y convocar a otros autores hispanohablantes del continente para publicar una antología que sirviera, a la vez, de manifiesto. Poco tiempo después, en 1996, Grijalbo sacó a la venta su antología, titulada McOndo, burlándose y rindiendo tributo al mismo tiempo al espacio mítico fundado por García Márquez. Toda esta anécdota que acabo de referir viene en el prólogo firmado por los artífices de aquella guerrilla literaria: Alberto Fuguet y Sergio Gómez.
Con toda honestidad, tengo que decir que ese libro no es realmente muy bueno, pero sí es necesario y hoy vale mucho la pena como un manifiesto/testamento de la inconformidad de algunos escritores latinoamericanos de la generación X que quisieron, como todos los jóvenes y todos los movimientos, desde el Modernismo, cambiar el panorama y la recepción de la literatura en español. Y vale la pena porque lo consiguieron, más o menos. Las mejores carreras que salieron de ahí no tienen nada que ver con el relato que publicaron en ese libro; solo por mencionar un ejemplo de media docena, pienso en el caso preciso de David Toscana quien es seguramente hoy el novelista mexicano más genial y virtuoso, y que en McOndo dio a la luz uno de los cuentos más penosos que he leído jamás. Sin embargo, la constancia con la que cada uno de ellos hizo una obra única, original y en diálogo con las tradiciones diversas de las que provenían, consiguieron que el día de hoy sigamos teniendo una biblioteca de primer nivel internacional como sucedió desde la década de los sesenta. De McOndo salieron, además de Fuguet y Toscana, Edmundo Paz Soldán, Santiago Gamboa, Jaime Bayly, Ray Loriga y Naief Yehya. Es notorio que, víctimas de su tiempo y de sus provilegios (que todavía nos e llamaban así), en McOndo no hay autoras ni chicanos, tampoco caribeños, ni autores de pueblos o de barrios, pero no creo que deba obligarse a que un primer esfuerzo convoque a todos los ignorados.
Por las fechas que corren, me imagino que se están por cumplir los treinta años de aquellas tardes en Iowa en que estos hombres transmigrados compartían sus cuentos y construían anécdotas. La variedad de literatura latinoamericana que se lee y se traduce en el mundo es mucho más amplia que entonces, pero no deja de ser curioso que el autor más vendido siga siendo García Márquez. El nobel colombiano, por no ir más lejos, acaba de sacar una nueva novela diez años después de haber fallecido, ¡publicada de forma simultánea en cuarenta lenguas! Igualmente, su novela cumbre, la que cuenta la saga completa del pueblo mágico de Macondo y la familia de los Buendía, es en este momento el único proyecto produciéndose en Netflix basado en un trabajo literario sudamericano. Regularmente veo nuevas publicaciones de los muchachos de McOndo pasar por las mesas de novedades y de vez en cuando vuelven a ganar uno que otro premio, a estar en otra feria del libro, a presentarse en alguna universidad del mundo para hablar de lo que les compete y saben muy bien. En definitiva, me parece que vivimos en un ecosistema librero donde permanecen algunos tótems, pero que es mucho más abierto y plural que hace un cuarto de siglo. Soy optimista y creo que esto seguirá siendo así, para beneficio y beneplácito de todos los lectores. Sin embargo, termino advirtiendo de algo: del pasado solo queda García Márquez, porque el mercado consiguió arrancar de originalidad y de ideas “peligrosas” a todo un continente. Temamos mucho del destino de todo lo que hoy está de moda, porque es probable que en treinta años nada quede de esto.