¿Quién es dueño del conocimiento?
Por Joserra Ortiz/Kriptón.mx
¿A quién le pertenece el conocimiento? La pregunta, recurrente en los círculos intelectuales que pugnan por una nueva Ilustración, me ha parecido muy pertinente en estos días, debido a una discusión efímera en redes sociales sobre la capacidad que tiene alguien no formado profesionalmente en la literatura, para dar y cobrar por clases y talleres en esa materia. Desde el siglo XXI, y más a partir de la revolucionaria práctica de la videocomunicación por internet que se potenció durante la pandemia por Covid-19, para muchas y muchos es evidente que todos poseemos una verdad que puede, y debe, ser compartida, y que el autodidactismo es tan válido, incluso más, que la formación escolástica tradicional que lleva a los posgrados de especialización. Por el momento, dejo a un lado mi opinión sobre las graves carencias y problemas estructurales que enfrenta el modelo universitario mexicano, muy evidente en la educación pública superior potosina, y que está convirtiendo ese espacio en un despojo intrascendente de lo que un día fue. Me concentro, mejor y ahora mismo, en abordar la importancia del tema en cuestión: ¿quién es dueño de los conocimientos y cómo puede transmitirlos?
Simplificando mucho la historia de las ideas, y ubicándonos solo en la era común occidental, tomemos en cuenta que, durante unos casi quince siglos, el conocimiento, las ideas, su orden y transmisión le perteneció a la Iglesia romana. En esta época se fundaron las universidades, se hizo la división por áreas de las sapiencias humanas y se determinó quiénes podían enseñar. Con el tiempo, tras la popularización de la imprenta, esa misma institución llegó a determinar qué libros se publicaban, cuáles podían leerse y hasta qué ideas podían compartirse. Luego vino la Ilustración francesa, y con ella el enciclopedismo, la emancipación del pensamiento científico y el resto de los progresos intelectuales que, de mano de la Revolución Industrial y la declaración de los Derechos Humanos, siguiendo la linterna de Diderot, Buffon, La Clairon y mucha gene más, se perfiló una nueva era en la que el conocimiento nos pertenecía a todos, pero a través de las instituciones laicas de los estados. La verdad mitológica cristiana, pasó a ser la verdad historicista de los ilustrados y después de los marxistas, y del orden escatológico y apocalíptico se llegó, lentamente, a concebir el mundo como un ciclo de repeticiones en donde todo, desde la naturaleza hasta los hechos heroicos, pueden entenderse siguiendo un método de indagación y reflexión estandarizado.
En estos dos momentos de la historia humana, el conocimiento no nos pertenecía a los individuos, no se nos permitía producirlo si no era por las vías que esos órdenes determinaban. El estándar educativo de mayor nivel es, evidentemente, el modelo universitario, que, con el tiempo, durante el siglo XX y lo que va del XXI, tiende a la especialización exhaustiva. Conforme alguien escala en la empinada cuesta de la educación profesional, y pasa de la licenciatura a la maestría, luego al doctorado, y, finalmente, para vivir cómodamente del CONACYT, a un montón de posdoctorados, tiene que enfocarse en un tema cada vez más específico, hasta que finalmente deja de ver el bosque por quedarse en un árbol. Evidentemente, creo, esta práctica lleva a un alejamiento del especialista con respecto a su comunidad, y el trabajo académico (humanista o científico), no permea hacia el gran público. Los universitarios se concentran en trabajar para pequeñas burbujas de personas que piensan como ellos y los años de preparación que sobrevivieron para convertirse en autoridades, son de pronto muros infranqueables desde los que aportan poco, incluso nada, a sus comunidades.
Tras la revolución paradigmática que ha sido el internet en los últimos treinta años, desde su masificación en todos los hogares del mundo, han cambiado las formas completas de la sociabilidad humana. Entre ellas, por supuesto, la educación. Conforme se fueron perfeccionando los modelos de comunicación en línea, a través de las redes sociales, los servicios de mensajería y las plataformas de videoconferencia, muchas personas encontraron canales para hacer comunidades grandes, trasnacionales y transgeneracionales, con las cuales compartir sus conocimientos, no siempre adquiridos por las vías tradicionales, como la escuela, la universidad o el taller de oficios. Al mismo tiempo, la facilidad de comerciar sin intermediarios por medio de estas redes ha ido liberando a muchas personas de las presiones de los trabajos tradicionales, facilitándoles el funcionamiento en el campo económico-comercial de forma independiente. Llámenles “emprendimientos”, “start-ups” o “empresas emergentes”, el modelo económico de subsistencia más básico hoy en día es autogestivo, individual y, en el mejor sentido del término, egoísta.
¿No iba a pasar lo mismo con el comercio de las ideas y de los conocimientos? Mal que bien, vivimos una época muy precisa de empoderamiento comercial de los individuos, quienes consiguen tener éxito por su cuenta, sin necesidad de una gran empresa y el modelo de trabajo de nuestros padres y abuelos. Al mismo tiempo, la facilidad con la que en las décadas recientes hemos podido compartir nuestras ideas, así como leer, escuchar y entender las de otras personas, nos ha mostrado que la autoridad no la da forzosamente un modelo educativo jerárquico y burocrático, sino nuestras propias capacidades autodidactas. De ahí que, si alguien cree saber o tiene las competencias para cobrar por enseñar cualquier cosa, libremente y por su cuenta, sin diplomas de por medio, puede hacerlo. Sin embargo, esto no exime a nadie de una gran verdad: es mucho más fácil educarse en un sistema comprobado, como el universitario, donde existen alicientes y exigencias para una preparación decorosa y funcional, que hacerlo por nuestra cuenta. Igualmente, que a pesar de las capacidades de cualquier persona que dé un curso, siempre será más confiable el conocimiento de alguien que ya ha pasado las examinaciones requeridas por otros expertos para ser un profesional del campo.
¿Quién es dueño del conocimiento? ¿Quién lo controla? Hoy en día, creo sinceramente, que todos lo somos, o lo estamos siendo por primera vez. Me da mucho gusto atestiguar una época en que, poco a poco, las opiniones individuales se dialogan hasta convertirse en ideas, a pesar del riesgo de enfrentarse a la tozudez hipócrita de quienes no entienden de razones. Me agrada ver que hay cursos de todo, para todos y todo el tiempo. Yo mismo he ido tomando clases sobre distintas áreas que siempre me interesaron y a las que no tenía acceso. He tenido buenos y malos maestros, algunos con estudios de alto nivel y otros formados como mejor pudieron, y en ambos casos fueron buenos guías. Eso sí, lo único que me preocupa, pero guardo el tema para otra ocasión, es la sobreoferta de talleres literarios que hay en este momento. Hay muchos, creo que sobran. Si quiere alguien escribir, mi mejor recomendación es que antes, pero durante años, antes de ir a un taller aprenda a escribir solo y en silencio.