Bibliotecas
Por Joserra Ortiz/Kriptón.mx
Aunque me he dedicado profesionalmente a la literatura durante poco más de dos décadas, nunca he sabido cómo se haría una campaña de lectura verdaderamente eficiente, pero desde hace mucho tengo la impresión que ese trabajo bien podría empezar en las bibliotecas. Entre mis privilegios, y más allá de haber nacido en una familia con un padre muy lector y libreros llenos, sé que tuve una muy buena educación, en instituciones y programas académicos que valoraban el papel de la lectura. En mis escuelas, las bibliotecas siempre estaban abiertas y las bibliotecarias se interesaban por los hábitos de lectura de los alumnos. En mi primaria, incluso, entre los premios anuales que se entregaban al desempeño escolar, se reconocía a los estudiantes que más frecuentemente sacaban libros para leerlos; también se nos enseñaba a usar el diccionario, a consultar el tarjetero con las fichas bibliográficas y había concursos de lectura en voz alta. Malos o buenos estudiantes, lectores o no por afición, no recuerdo a uno solo de mis compañeros que leyera torpemente cuando se le pidiera hacerlo frente al salón, o que definitivamente tuviera mala comprensión lectora. Cuando me tocó irme a la universidad, decidí estudiar letras y me enamoré tanto de la crítica literaria y las maravillas que regala la lectura profesional, que después estudié mis posgrados en la misma área y me formé como un lector académico y crítico. Gracias a que los estudios universitarios se seccionan por áreas de interés, durante el resto de mi juventud conviví casi exclusivamente con otros lectores. Ni a mi ni a mis amigos nadie nos tuvo que convencer nunca de leer, ni convencernos de los beneficios existenciales que traen consigo los libros.
Desde entonces y hasta la fecha tengo la fortuna de que casi toda la gente con la que convivo disfruta de la lectura e incluso de la escritura. Muchas y muchos de ellos son, como yo, personas que viven de leer y escribir. Escritores profesionales, redactores de contenido, editores, libreros, bibliotecarios, profesores de humanidades o científicos sociales, la gente de mi entorno creció como yo: en ambientes lectores, con familiares cercanos que les acercaron los libros, asistiendo a talleres, comprando en librerías, y, sobre todo, visitando bibliotecas, primero las escolares y después las públicas. Incluso bibliotecas privadas o de acceso restringido, porque su hábito lector, ya convertido en profesión, los ha empujado a investigar papeles impresos en todos los rincones posibles. En mi vida he tenido la fortuna de leer en bibliotecas de ensueño, centenarias o que guardan materiales que muy pocas personas pueden sostener en sus manos. La primera biblioteca especializada en la que puse mis ojos sobre materiales especiales y extraordinarios fue la Capilla Cervantina, de mi Alma Mater, el Tec de Monterrey, y después pasé una década sentado casi todos los días en los sótanos de las bibliotecas Rockefeller, Hay y John Carter Brown de mi Universidad de Brown.
De cada lugar significativo en mi vida, guardo siempre el recuerdo de sus bibliotecas que me abrieron las puertas y me regalaron el precioso silencio con que esos espacios cobijan a los lectores. Así, recuerdo las temporadas que pasé en Austin sobre todo por mis paseos entre legajos históricos guardados en la Harry Ransom de la Universidad de Texas. Me sentía tan resguardado en esos pasillos, como en las mesas largas de la biblioteca del monasterio de Schlägl, en Austria, donde conocí mis primeros libros medievales. Igualmente, las mejores memorias que tengo de Madrid están ligadas a los portales que me abría mi carnet de la Biblioteca Nacional de España, en una de cuyas salas de lectura de materiales históricos acaricié manuscritos con varios siglos de antigüedad y leyendas maravillosas contadas en un español que apenas daba sus primeros pasos. Esa Biblioteca me transporta a otras que me ofrecieron sus sillas y sus mesas en la misma época: la del Escorial, por ejemplo, y sobre todo las de la Universidad de Salamanca. ¿Cuántas tardes heladas y en las que caía la noche a las tres de la tarde, no fui a pedir que me dejaran ver el poema impreso sobre el que Edgar Allan Poe había rubricado su firma para constar que esos versos eran suyos? Ese extraño tesoro está en el Anatheum, la biblioteca histórica de Providence, Rhode Island. Y para no ir tan lejos, hubo una época, hace quince años, en que solo podía sentirme completamente en paz durante las horas matutinas que se me permitía revisar todo el archivo de publicaciones antiguas donde, tal vez, quién sabe, iba a encontrar algo firmado por Manuel José Othón, en el que hoy se llama Centro de Documentación Histórica Rafael Montejano y Aguiñaga, pero que para mi siempre fue la Biblioteca Central de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí.
He tenido la suerte de viajar y pasear por el mundo, casi siempre estudiando y leyendo. En cierto sentido y en cualquier lugar, busco las bibliotecas para sentirme en casa y guarecerme en ellas. Entiendo, porque así lo he atestiguado en muchos lugares durante casi toda mi vida, que las bibliotecas no son lugares que convoquen a multitudes. Tal vez lo fueron, pero no sé si en todos lados. Sin embargo, aunque no parezcan ser los espacios más rentables, no son un gasto inútil. Todo desierto necesita un oasis para descansar, y todo océano una isla para encallar con seguridad y quizá perderse. Si se quieren formar comunidades lectoras, estos son los lugares correctos, porque coleccionan, cuidan y ordenan los libros, al mismo tiempo que hacen exactamente lo mismo con sus visitantes: los reúnen para hacer comunidad, tienen cuidado de sus apetencias y ordenan a sus intereses. Invitémonos a leer, pero también a asistir a las bibliotecas.