Paco Stanley, un santo de la televisión
Por Joserra Ortiz/Kriptón.mx
Desde su asesinato en junio de 1999, la figura de Paco Stanley vuelve cíclicamente a la imaginación mexicana, tanto por la brutalidad chocante del crimen en el que fue ultimado, como por el recuerdo amable de su presencia constante durante dos décadas continuas en la televisión nacional, pero sobre todo porque su crimen no resuelto da pie a una serie de teorías conspirativas que triangulan al narcotráfico, a la pugna por el poder entre las televisoras y los políticos gobernantes, y a la sombra de la traición en la figura de su patiño, Mario Bezares. Simbólicamente, la muerte del comediante es el último de los eventos que hacen de los noventa una década de cambios paradigmáticos en la mexicanidad del siglo XX, y que llevarían a la inevitable alternancia partidista en la presidencia, y luego a las rutas económicas, políticas y culturales del neoliberalismo feral que terminaron de implementar el necroestado mexicano: un país fallido en donde reina la violencia de alto impacto, la economía de la criminalidad y la muerte, así como el espectáculo de baja calidad y poca inteligencia que entretiene y, por decirlo de algún modo, cultiva a millones a través de la televisión, el cine, el internet y hasta las artes y la literatura.
A diferencia de otros asesinados célebres de fin de siglo, como Colosio o el cardenal Posadas, por mencionar solo dos, y más cercano al totalmente sinsentido homicidio de una agente cultural de valor simbólico más definitivo como Selena Quintalla, el crimen contra Paco Stanley lleva en su materia prima los elementos propios de lo legendario, territorio imaginario en México que dio personajes para cultos laicos cuando menos desde el siglo XIX. Ahí están, por ejemplo, Heraclio Bernal, el héroe de los corridos de bandoleros, y su figura subsecuente, Jesús Malverde, el santo de los narcos que en alguna ocasión bauticé como “paracatólico”. Así como ellos, Paco Stanley es recordado como un hombre imperfecto, tal vez colindante con la criminalidad, pero que tiene el cariño de toda la gente, y que ha sido traicionado por su compadre, en una repetición mitológica de la formulación cristiana, en el que un amigo muy cercano lo entrega a sus asesinos a cambio de algo, que puede ser dinero, seguridad o quizá venganza.
Como los héroes de leyenda, la vida de Stanley se cuenta a partir del momento de su muerte, que debe ser violenta y cruel, completamente reprobable, y desde ese catalizador narrativo, el relato se estructura como una serie de anécdotas e historias que se entraman en dirección circular otra vez hacia el espacio y el momento de su brutal desaparición. En este sentido, algo que me parece evidente con la cascada de producciones que se hacen rutinariamente alrededor del comediante, como entrevistas, podcasts, artículos, libros, alusiones ficcionalizadas, series dramáticas o documentales, como el reciente “El show” de Diego Enrique Osorno, es que cuando hablamos de Paco Stanley ya lo estamos haciendo sobre una figura mítica, y, muy importante, en un sentido de coherencia religiosa.
La idea de tratar desde la perspectiva del relato religioso el caso de Stanley, es una posibilidad muy atractiva, pero que debe hacerse con cuidado, de entrada, porque no existe ningún culto en México que lo haya entronizado como santo, ni se le ha adjudicado devoción alguna, como sí ha ocurrido y desde muy pronto tras sus muertes, con otras figuras legas de la historia nacional, como Teresa de Urrea, Juan Soldado o Pancho Villa, además del ya mencionado Malverde. Sin embargo, los valores mitológicos narrados alrededor de la muerte y vida del presentador televisivo son indiscutiblemente de carácter hagiográfico, muy específicamente de los que se utilizan para enaltecer las muertes de las mártires. La hagiografía es la escritura biográfica sobre los santos y los santos una clase de héroes que se rebelan contra sus propias condiciones humanas. Sus historias cuentan la mayor de las hazañas humanas: superarse a sí mismos y testificar que otra vida es posible. En el caso de la cristiandad, por supuesto, esta testificación es en la vida cristiana y en el ejemplo de Jesús, hijo de Dios, pero no solo en la cristiandad hay santos, ni tampoco en las comunidades cristianas todos sus santos provienen de la ejemplaridad apostólica.
Existen por doquier figuras de veneración que surgen desde los márgenes populares de la sociedad, imitando los modelos establecidos por la fe, pero refiriéndose a los valores de las clases populares. En ese sentido, algunos santos o figuras mitológicas de veneración son individuos que viven vidas poco ejemplares, unos incluso en los límites de la legalidad o plenamente en la criminalidad, como los bandidos y las prostitutas. En común, todos tienen haber sido muertos en martirio, un evento exacto en el que se enfrentaron, para recordarnos, que el hombre es el peor enemigo del hombre. En estas condiciones, la santidad debe entenderse como un atributo, no como una cualidad: no se trata de una serie de características estructurales, sino de la representación en la muerte del sujeto mitificado de todas las causas históricas, políticas y socioculturales que han coincidido para destruirlo. La memoria colectiva, será su redención.
Cuando vemos documentales como “El show”, o atendemos a las entrevistas que en otros medios dan todos los amigos y colaboradores cercanos de Paco Stanley, se nos induce la idea de que su asesinato era inevitable, porque las causas de todos los poderes mencionados estaban alineadas para sacrificarlo: el narcotráfico vivía un momento de empoderamiento, los vacíos de la política pública ocasionaban que el crimen fuera una realidad constante, tan constante que era materia del entretenimiento en cadena nacional. Pero, por sobre todas las cosas, se nos enseña que el carisma de Stanley era la raíz del odio, la envidia y la rencilla de mucha gente, empezando por su traidor particular. En el mito de su vida a partir de su muerte, poco importa si Paco Stanley era o no socio o amigo de los señores del narco, mucho menos si consumía o no consumía drogas, ni si era machista, misógino, abusador o violento; sus biógrafos, o mejor dicho, sus hagiógrafos, todos los que desde hace casi un cuarto de siglo se han dedicado a contar su leyenda, le restan atención a estos hechos, para contarnos la historia de un hombre que a pesar de sus defectos era bueno, gran amigo, trabajador, creador de riqueza, comprensivo y benefactor. Igualmente se insiste en que era poseedor de un sentido del humor contagioso que a todos hacía reír cuando el país más lo necesitaba, sumido como estaba en una crisis económica y política brutal. Todos estos valores son los que lo eximen de haber muerto de la manera en que lo hizo, porque ha sido colocado encima de la media ética de sus congéneres. En este sentido, como santo, Paco Stanley ya es dibujado como un showman heroico, un hombre muy buena gente, que, en su bonhomía y buen humor, llevaba implícita su superioridad como hombre y que, en su martirio ocurrido en el año del señor de 1999 en El charco de las ranas, se recuerdan los valores básicos de su carisma, que no es un modelo de comportamiento para sus devotos, sino una advertencia: cuídate de tu compadre, paga tus deudas y no le muerdas la mano a tu patrón. Esta es nuestra sociedad, y en palabras de Thomas Carlyle, toda sociedad, toda asociación, se basa en el culto a sus héroes, que son sus representantes.