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Los libros y el deseo de saber

Los libros y el deseo de saber


Por Joserra Ortiz/Kriptón.mx

La marca indudable de la civilización es el deseo de saber. La sola intención de entender y, desde ella, tener el impulso por conocer ha llevado a la humanidad por los grandes viajes intelectuales que recorrieron la tierra, exploraron los océanos y surcaron primero los aires y después el espacio. Todo lo que disfrutamos hoy nació en una duda razonable y se concibió, a fuerza de observación, prueba y error, hasta perfeccionarse. Incluso los descubrimientos accidentales, si los vemos bien, germinaron desde las posibilidades propias del proceso de conocimiento que, a lo largo de los siglos, se fue refinando desde el razonamiento mitológico hasta el método científico. Todavía hoy, en la época de la cultura digital y la socialización de la inteligencia a través de pantallas y reproducciones audiovisuales, el ecosistema propio de todo lo que sabemos, su colección y resguardo, está en los libros. Por eso, y como ya lo definieron múltiples filósofos, intelectuales y escritores, el libro es el más grande y maravilloso invento de la humanidad, y su soporte, la escritura, la más refinada de todas las herramientas que podremos alcanzar como especie.

Los seres humanos nos enseñamos a leer y a escribir para implantar en nosotros el deseo de saber. La razón y la reflexión son, ante todo, habilidades que se adquieren y se vigorizan a fuerza de ejercicio mental a lo largo del tiempo y su gimnasio está en las páginas. Bien lo señaló Aristóteles en su momento: como animales que somos, podemos sobrevivir en este planeta sin atender a nuestro desarrollo intelectual, apenas ocupados de solventar nuestras necesidades más básicas, como alimentarnos y reproducirnos. Sin embargo, y a riesgo de sonar especista, para superar el estado salvaje hay que aprehender la inteligencia guardada en los libros pasados y presentes que hemos ido adquiriendo por milenios. También en los futuros. El de la humanidad es un archivo universal extendido en una red inmarcesible y sin falla, e incluso recursiva, como la imaginó Jorge Luis Borges en “La biblioteca de Babel”, en donde quien sabe leer y escribir es un demiurgo humilde en su pequeña grandeza. “Para percibir la distancia que hay entre lo divino y lo humano”, escribió el genio argentino, “basta comparar estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas”.

A diferencia de muchas y muchos de mis colegas no soy fatalista con relación a la práctica y las habilidades lectoras de mis contemporáneos. Llevo el suficiente tiempo dedicándome profesionalmente a la lectura, la crítica y la enseñanza literaria como para afirmar que hoy en día se lee más que ayer. No sé si se lee mejor que antes, pero sí que se lee distinto y de una manera más rica y plural. Debido a los procesos de comunicación de la actualidad, basados en la repetición y reproducción masiva de opiniones, las y los lectores de ahora se interesan muchísimo por socializar sus lecturas. La crítica literaria, junto a todas las demás divulgaciones de conocimientos, dejaron sin timidez las esferas elitistas de las instituciones y se convirtieron en terreno y práctica de todas y de todos. Lo mejor es que, con el tiempo, y quizá ayudados por la limitada sociabilidad a la que nos obligó la pandemia por Covid-19, los mensajes unidireccionales en plataformas y aplicaciones como Instagram, Tik Tok o Facebook, se han ido convirtiendo en comunidades horizontales y circulares de diálogo y compartimiento. Hoy por hoy, más que talleres de escritura literaria, lo que más existen son clubes y círculos de lectura, generalmente autónomos y autogestivos. Todo esto me da mucho gusto, porque hoy como ayer, se demuestra nuevamente que la revolución está en los libros y en el deseo de saber se construyen las ganas de ser comunidad humana.

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joserra.ortiz@kripton.mx

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