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La zona de interés de la maldad

La zona de interés de la maldad

 

Por Joserra Ortiz/Kriptón.mx

Recientemente vi una película que me dejó boquiabierto por muchas de sus acertadas elecciones estéticas, pero sobre todo por la sencillez con la que reflexiona sobre temas complicados que pasan de largo en las salas comerciales, como el silencioso terror de la guerra, las responsabilidades familiares, la herencia cultural del nazismo, la psicología del crimen, el dolor de la memoria histórica y sobre todo la banalidad del mal. La cinta es “La zona de interés”, escrita y dirigida por Jonathan Glazer, un autor de muy pocas películas que, para mi gusto, no había hecho antes nada así de delicado e impresionante. Entiendo que esta obra está basada en una novela que no he leído de Martin Amis, a quien puedo recomendar como un best-seller provocador, intelectual y entretenido.

En pocas palabras, “La zona de interés” cuenta la historia de la familia de Rudolf Höss, unos nazis prototípicos que viven literalmente justo a un lado de Auschwitz, el campo de concentración más infame de todos los que mataron a judíos y otros perseguidos por Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. En la película contrasta la paz, la armonía, la belleza y la riqueza de la casa de esta familia alemana traída desde la vida real y arquetípica de las ilusiones raciales del Tercer Reich, con los horrores, la tristeza, la desesperación, la pobreza y la muerte que se viven en el violento centro de confinamiento a unos pocos metros de su puerta. Sin embargo, la brillantez de la cinta, su reconocida genialidad, radica en que nunca se observa el interior de Auschwitz: las columnas de humo, los ruidos y los gritos, los sonidos de los trenes que llegan y se van, las estructuras que se adivinan detrás de la barda invocan en la memoria colectiva de los espectadores todo el conocimiento que ya tienen sobre las monstruosidades ahí cometidas. Definitivamente, la tensión que el director consiguió con esta decisión creativa es una de las mejor logradas que he experimentado en mi vida como espectador, porque cayó sobre mí todo el peso del horror psicológico y la incomodidad existencial, sin tener que ver una sola gota de sangre.

Una de las estrategias que mejor consigue esta comunicación de emociones, se encuentra en la aparición normalizada de pequeños detalles que guardan referencias simbólicas y profundas con las violencias más injustificadas de aquella gran guerra. La mujer de Höss recibe prendas, joyas y labiales que pertenecieron a judíos sacrificados, sus hijos juegan con dentaduras arrancadas a la fuerza, el río donde pescan y se bañan de pronto arrastra cenizas, o la suegra se pregunta si la judía para la que trabajaba estará entre los presos del campo de concentración, lamentándose después por no haberse quedado con sus cortinas cuando saquearon su casa. En el cumpleaños de Höss, otro ejemplo, él y un par de ingenieros platican con total naturalidad sobre un nuevo horno para Auschwitz en el que el aire caliente será reciclado para acelerar la cremación de grupos de quinientos “ejemplares”, no personas. Casi al final de la proyección, por cierto, la historia corta por breves minutos a una serie de tomas en el presente donde las afanadoras del campo de concentración vuelto hoy museo, barren el piso de esos hornos y limpian los aparadores tras los cuales se levantan montañas de zapatos y maletas. Me parece que este recurso indica algo inquietante: el mal normalizado entonces, lo está siendo también ahora, aunque sea desde otra perspectiva.

Sobre ésta y otras razones más complejas del nazismo, pero en general sobre la maldad humana, reflexionó y escribió con mucha precisión la filósofa judía Hannah Arendt, casi veinte años después de la guerra y a propósito de la responsabilidad moral y ética de los trabajadores del régimen de Hitler. ¿Eran malos estos hombres si solo obedecían lo que les encomendaban? Su libro de 1963 “Eichmann en Jerusalén. Un reporte sobre la banalidad del mal”, estudia el caso del teniente Adolf Eichmann, funcionario nazi durante la Segunda Guerra Mundial y condenado como criminal de guerra por ser el responsable más notorio de la famosa “solución final” en los campos de exterminio, sobre todo en Polonia, particularmente en Auschwitz. Todos sabemos los excesos inhumanos y perversos en los que sucedió el Holocausto judío entonces, así como los extremos a los que llegaron sus perpetradores, primero para hacer sufrir a sus víctimas, después para eliminarlas, y finalmente para huir y negar su responsabilidad cuando fueron aprehendidos y procesados en tribunales. Los conocemos tan bien que, como digo, “La zona de interés” no tiene ni siquiera que mostrarlos.

Eichmann, quien había huido a Sudamérica tras la derrota nazi, fue secuestrado por la Mossad y juzgado en Israel, donde se le condenó a la muerte por horca y su cadáver arrojado al mar Mediterráneo. Ojo por ojo, diente por diente. Su juicio fue atendido por Arendt, quien principalmente iba a hacer la crónica del suceso. Sin embargo, al escucharlo justificarse repetidamente bajo la idea equivocada de que él no era culpable de nada porque solo cumplía con órdenes, citando incluso el principio de “imperativo categórico” de Immanuel Kant, la filósofa judía se decidió por utilizar este ejemplo para reflexionar sobre la ambigüedad del concepto de maldad en la sociedad contemporánea. El principio filosófico de Arendt es que las personas llegamos a ser manipuladas por nociones frívolas y simplistas de lo que es lo “bueno” y lo “malo”, pensando por ejemplo que hay bienes que deben alcanzarse con acciones y prácticas moralmente antiéticas, banalizando así la crueldad real y efectiva de los resultados de nuestras acciones. Arendt explica que, a partir de una falta de pensamiento, es decir, ante la ausencia de cualquier reflexión sobre las consecuencias reales y sociales de lo que hacemos o dejamos de hacer, el mal se trivializa, y debo añadir, el mal triunfa. Quien haya subestimado o burocratizado así la maldad es incluso más responsable que quien la ordena.

Todo esto me recuerda un viejo dicho y cómo las frases de uso común, por ejemplo, las provenientes del refranero de nuestro idioma, siempre dicen la verdad y son parte de un conocimiento colectivo al que se llama “sabiduría popular”. Una que pienso particularmente cuando reflexiono sobre la banalidad del mal, se la escuché por primera vez a mi maestra de historia de primero de secundaria, quien solía reprobar con cero no solo al que copiaba en el examen o la tarea, sino sobre todo a quien se dejaba copiar. “Tanto peca el que mata la vaca, como el que le agarra la pata”, decía esta profesora salida de una época en que en las aulas los adultos podían garabatear sus razones justas con tinta roja sobre las hojas de los culpables. Si bien es lógico que toda falta o todo crimen tiene un perpetrador, con el tiempo y la vida he ido aprendiendo a despreciar más a todos los cómplices que a quienes cometen directamente los daños.

Mi lógica, tal vez errónea, tal vez resentida, me indica que quien se ha propuesto a hacer el mal y se determina para lograrlo, lo buscará por cualquier vía. En cierto sentido, los villanos son imparables y la mayoría de ellos saben explicar sus razones con lógica argumentativa. No es así el caso de sus cómplices. Por eso son ellos quienes tienen mi menosprecio: todos esos que pudieron objetar ante las malas acciones y no lo hicieron son los seres más viles. Aunque el cómplice no tenga los medios ni el poder para evitar los abusos y los desaguisados, eso no significa que deba aceptarlos con naturalidad, ni mucho menos celebrarlos. Ante la falta de cualquier recurso efectivo para evitar que se haga un daño, todos tenemos siempre la mínima posibilidad de alzar la voz o avisar de lo que está sucediendo. Quien calla puede que otorgue, pero sobre todo quien guarda silencio valida y justifica el mal que se hace. Se puede callar por miedo, pero eso no exime de cobardía a quien no habla frente a las injusticias y las arbitrariedades. Los espectadores del mal son sobradamente timoratos y traidores. Son los peores de todos, sin duda, porque son los que viven en la casa de al lado de los campos de concentración sin dudarlo, creyendo que no son realmente responsables del dolor que están causando.

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joserra.ortiz@kripton.mx

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