LaguNotas Mentales: Manos libres y el espejismo de la libertad
Por Daniel Tristán/Kriptón.mx
Hace apenas unos años, caminar por la calle y ver a alguien hablando solo era motivo de alarma. No había duda: se trataba de un loco, un esquizofrénico que había perdido el vínculo con la realidad. El murmullo colectivo no se hacía esperar: “está loquito”. Esa etiqueta era inmediata y despiadada. Hoy, en cambio, asistimos a un espectáculo mucho más inquietante: miles de personas caminan por las calles hablando solas, murmurando en voz baja, gesticulando al aire… y ya nadie se sorprende. El diagnóstico cambió: no son locos, son usuarios de audífonos inalámbricos. La esquizofrenia se convirtió en consumo masivo.
El siglo XXI logró lo que ningún psiquiátrico pudo: normalizar la imagen del “hablador solitario”. Pero lo hizo con una trampa: disfrazó la alienación de modernidad y la locura de conectividad. Donde antes había aislamiento mental, hoy hay aislamiento digital. Y en ambos casos, el resultado es el mismo: una persona ensimismada, incapaz de interactuar con su entorno inmediato, perdida en un diálogo con voces que nadie más escucha.
La interacción social se volvió un cadáver que todavía camina. Basta con subir a un taxi para comprobarlo: ya no hay charla con el chofer, ya no se pregunta por el tráfico, ni se comenta sobre el clima. Uno se encierra en su cápsula sonora y permite que las palabras que deberían compartirse se marchiten en la garganta. Si alguien osa interrumpir el trance, ya sea el taxista con un comentario casual o un transeúnte pidiendo la hora, la molestia se hace evidente. La intrusión al reino privado del auricular se vive como un asalto. El silencio compartido ha sido reemplazado por un monólogo continuo, dirigido hacia adentro y nunca hacia el otro.
El auricular se volvió la excusa perfecta para cancelar al prójimo. Una muralla invisible que separa al individuo del mundo exterior. Lo irónico es que nunca antes tuvimos tanta “conexión”: podcasts, música en streaming, mensajes de voz, videollamadas portátiles. Y, sin embargo, nunca habíamos estado tan solos en medio de la multitud.
El discurso publicitario repite con insistencia que los avances tecnológicos “nos liberan”. Lo vimos con los teléfonos: dejar atrás los cables fue sinónimo de independencia. Ahora la historia se repite con los audífonos: moverse sin ataduras, “sentir la libertad de escuchar en cualquier lugar”. Pero esa supuesta emancipación es otra cadena más, invisible y sofisticada. No hay mayor ironía que un aparato “libre de cables” que nos mantiene atados al interior de nuestra propia mente.
La promesa de libertad termina siendo una condena de esclavitud. Ya no se trata de un cable físico que nos restringe, sino de una soga psicológica que nos amarra a un mundo interno solitario. La movilidad ilimitada no nos acerca al otro, nos aísla todavía más. Somos libres de mover las piernas, pero presos de nuestra propia burbuja sonora.
Hace unas décadas, un hombre hablando solo por la calle era un marginal, un paria, alguien digno de compasión o burla. Hoy esa misma imagen está recubierta por la estética de Apple, Samsung o Sony. Ya no se trata de un “loquito”, sino de un early adopter, de un consumidor que invierte en gadgets de moda. El capitalismo logró lo impensable: domesticar la locura, revestirla de diseño minimalista y venderla a millones como un símbolo de estatus.
Ver a un individuo hablando solo en la calle dejó de ser un espectáculo triste para convertirse en la postal cotidiana de la modernidad. No nos asusta porque todos participamos de la misma coreografía. La locura dejó de ser el margen para instalarse en el centro de la normalidad. Hoy no es la voz interna la que manda, sino el algoritmo.
Las calles de nuestras ciudades se han convertido en una procesión de murmuradores perpetuos. Multitudes enteras sumidas en conversaciones invisibles, incapaces de mirar al prójimo, incapaces de compartir la palabra más sencilla. La normalización de “hablar solo” es solo la punta del iceberg de un problema mayor: la disolución de lo común, el abandono del espacio compartido, la renuncia al otro.
En nombre de la libertad inalámbrica hemos aceptado una forma mucho más cruel de esclavitud: la de caminar encadenados a nuestras propias voces, convencidos de que somos libres porque nadie ve el cable que nos ata. La locura, finalmente, encontró su coartada perfecta: los audífonos.