LaguNotas Mentales: La playera no gana partidos
Por Daniel Tristán/Kriptón.mx
En estos días las redes sociales de aficionados al fútbol mexicano han ardido por un tema que, en apariencia, es menor: la filtración de los nuevos diseños de las playeras de la Selección Nacional rumbo al Mundial de 2026. Una vez más, Adidas, la marca que viste al equipo, se convirtió en el blanco de críticas y burlas por parte de los aficionados. Que si el diseño parece un plagio de Argentina 78, que si las franjas recuerdan un uniforme de segunda división, que si los gráficos “aztecas” parecen más un glitch de videojuego que un motivo cultural bien trabajado. La indignación fue inmediata: qué fea camiseta, se repite como mantra.
Y sin embargo, en el fondo lo sabemos: la playera es lo de menos. O mejor dicho: la playera adquiere peso, belleza y simbolismo solo si está respaldada por los resultados en la cancha.
Porque no importa qué tan bien diseñada esté una camiseta si el equipo que la porta no pasa de la mediocridad. Y tampoco importa qué tan cuestionable sea un diseño, si ese mismo uniforme termina acompañando a una generación memorable de futbolistas. La estética se transforma con el desempeño: los colores se embellecen con victorias, los trazos adquieren épica cuando se levantan con ellos triunfos inesperados. La camiseta no gana partidos, pero los partidos ganados sí transforman para siempre la camiseta.
Pensemos en dos casos puntuales: el Mundial de Estados Unidos 1994 y el de Francia 1998. Ninguno de los uniformes de México en esos torneos puede considerarse, con justicia, una obra maestra del diseño. El de 1994 era sobrio, sin mayor alarde. El de 1998, con sus motivos prehispánicos impresos en verde sobre verde, fue incluso motivo de burla en un principio; más de uno lo consideró un exceso kitsch.
Pero el tiempo fue generoso con ambas camisetas. ¿Por qué? Porque esas Selecciones jugaron bien, convencieron, dejaron huella. La de 1994, con Hugo Sánchez y Jorge Campos, fue protagonista de un grupo complicado y estuvo a un paso de eliminar a Bulgaria en octavos. La de 1998, comandada por Cuauhtémoc Blanco, Luis Hernández y compañía, marcó una de las mejores etapas ofensivas de nuestra historia reciente. Hoy esas camisetas son veneradas, buscadas por coleccionistas, defendidas con nostalgia por quienes las vivieron.
La moraleja es clara: el diseño fue perdonado —incluso convertido en virtud— porque el equipo en la cancha entregó momentos memorables. La playera se volvió bella porque estuvo bañada en goles, garra y esperanza.
En contraste, ¿qué pasa con los diseños recientes? Adidas ha hecho esfuerzos por combinar modernidad con identidad nacional: patrones que evocan grecas, símbolos aztecas, colores vibrantes. Incluso el cambio de escudo en 2022 pretendió marcar un nuevo ciclo. Y sin embargo, la mayoría de los aficionados no se identifica con estos intentos.
El nuevo escudo, estilizado, minimalista, digital, sigue siendo objeto de rechazo. Muchos lo ven como un logo corporativo más que como un emblema patrio. La molestia aumenta cuando se suma la percepción de que los jugadores que portan ese escudo no están a la altura: selecciones eliminadas en fase de grupos, derrotas dolorosas frente a rivales de menor jerarquía, ausencia de figuras icónicas que ilusionen.
Así, cualquier diseño, por bien intencionado que sea, nace muerto en el ánimo popular. Porque no tiene detrás la fuerza de un triunfo, la emoción de una gesta, la memoria de un partido histórico. El uniforme se queda en simple tela porque la Selección se ha quedado en simple promesa incumplida.
Vale la pena detenerse en esto: en México existe una obsesión con el simbolismo visual. Queremos que el uniforme represente lo azteca, lo maya, lo moderno, lo “cool”, lo que se pueda exportar como parte de nuestra marca país. Adidas lo sabe y por eso recarga sus diseños con símbolos, patrones y guiños culturales.
Pero el aficionado común no busca un logo bonito ni un estampado sofisticado: busca un equipo que gane. Y hasta que no se recupere ese mínimo indispensable, cualquier playera, por más cargada de identidad, se sentirá como un disfraz vacío.
El riesgo es que sigamos discutiendo de telas y colores mientras el verdadero problema —la falta de proyecto, de renovación, de mentalidad— se mantiene intacto. La playera, que debería ser un símbolo vivo, se reduce a utilería de campaña mercadotécnica.
Un detalle curioso es que muchas de las camisetas más queridas no lo son por su diseño en sí, sino por el contexto. La verde clásica de 1986, con la que México llegó a cuartos de final, sigue siendo un fetiche porque simboliza la mejor participación en nuestra historia. La ya mencionada de 1998 es buscada porque con ella se marcaron goles legendarios.
La camiseta de 2014, con su extraño rayo en el pecho, fue mal recibida al inicio. Pero tras el “no era penal” frente a Holanda, quedó grabada en la memoria colectiva como la camiseta de una Selección que ilusionó y que mereció más. Otra vez: el resultado otorga sentido, no el estampado.
Hoy, en cambio, tenemos camisetas que apenas logran sobrevivir al ciclo de un año sin pasar al recuerdo. Nadie extraña la del 2010. Nadie busca la del 2018. Y la del 2022 será recordada solo por el fracaso en Qatar
Las filtraciones recientes han generado indignación y memes, y con razón: las camisetas parecen hechas sin alma, copiadas de catálogos pasados o diseñadas al vapor. Pero el verdadero problema no está en el trazo de las franjas ni en la intensidad del verde.
El verdadero problema es que el fútbol mexicano se ha vuelto un proyecto sin rumbo, y en esa orfandad cualquier playera, bonita o fea, está condenada a la irrelevancia.
La camiseta de la Selección Mexicana solo volverá a tener peso cuando sea acompañada de un equipo que emocione, que gane, que trascienda. Solo entonces esos mismos trazos que hoy parecen feos se convertirán en símbolos de orgullo.
Mientras tanto, seguiremos discutiendo de diseños, como si el diseño pudiera tapar la herida de los malos resultados. Pero no nos engañemos: la playera no gana partidos. Los partidos ganados hacen grande a la playera.