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LaguNotas Mentales: Inmortalidad a cualquier costo

LaguNotas Mentales: Inmortalidad a cualquier costo


Por Daniel Tristán/Kriptón.mx
Por alguna razón profundamente arraigada en el alma humana, posiblemente una mezcla entre miedo existencial y ego hipertrofiado, el ser humano siente una compulsiva necesidad de ser recordado. No basta con vivir; hay que asegurarse de dejar una marca, aunque sea en la forma de una avenida en Coatzacoalcos o en un billete devaluado que sirve más como servilleta improvisada que como moneda de cambio.
Esta obsesión por el reconocimiento no es nueva. Desde que el homo sapiens aprendió a tallar piedras, ha estado escribiendo su nombre en ellas, aunque fuera en forma de bisonte pintado en una cueva. El acto de inmortalizarse es tan antiguo como el acto de morirse. Pero con el tiempo, pasamos del grafiti rupestre al billete conmemorativo, de las estelas de piedra a las placas de bronce en una esquina con baches.
El rostro en el billete: Divinidad de bolsillo.
Los billetes no siempre llevaron rostros humanos. En sus primeras versiones, allá por el siglo VII en China, el papel moneda era más funcional que ceremonial. No había retratos de emperadores ni héroes; sólo sellos oficiales. Pero bastó que el papel tomara valor simbólico para que apareciera la tentación de inmortalizar a alguien en él.
En el mundo occidental, el rostro en el billete se consolidó como símbolo de autoridad y legado. En Estados Unidos, por ejemplo, George Washington aparece en el billete de un dólar no porque sea el más valioso, sino porque fue el primero, y eso lo hace, digamos, “el más popular”.
Pero la pregunta de fondo es: ¿Por qué alguien querría que su rostro esté en un billete que terminará arrugado en la bolsa de un pantalón olvidado o, peor aún, usado para nivelar una mesa coja? Tal vez porque representa omnipresencia. Estás en todos lados. Te usan, te llevan, te trafican. Y eso, al parecer, otorga al ser humano una extraña sensación de gloria.
Calles con nombre y apellido: La eternidad entre topes.
Nombrar calles con nombres de personas es un fenómeno relativamente reciente si lo vemos desde la escala histórica. En la antigua Roma, las calles se nombraban de manera funcional: “Vía Appia” porque la mandó construir Apio Claudio. No era un homenaje; era una aclaración. Pero en el mundo moderno, especialmente desde el siglo XIX, la práctica se volvió un acto simbólico: ponerle nombre a una calle es consagrar a alguien en la cartografía emocional de una ciudad. Es darle ciudadanía post mortem.
Y claro, con el tiempo, esta práctica ha llegado a niveles francamente ridículos. En México, por ejemplo, existen calles que rinden homenaje a Benito Juárez en cantidades tan absurdas que uno se pregunta si el prócer no fundó una inmobiliaria. Pero lo más curioso es cómo esta costumbre se ha ampliado a figuras de la cultura popular. Travis Barker, baterista de Blink-182, tiene ya una calle con su nombre en Fontana, California. Y en 2022, Los Tigres del Norte fueron homenajeados con una avenida en San José, California.
¿Qué nos dice esto? Que el reconocimiento ya no está reservado a presidentes ni mártires. Ahora también los ídolos de la cultura pop reclaman su pedazo de pavimento. Que una ciudad tenga una “Avenida Peso Pluma” podría parecer una broma… hasta que suceda. Y cuando lo haga, alguien se sacará una selfie junto a la placa como si estuviera frente al Partenón.
Cuando alguien llega a una posición de poder, ya sea político, artístico o mediático, la tentación de perpetuarse se vuelve casi irresistible. El problema no es que la gente quiera ser recordada; el problema es que lo hace desde el ego y no desde la aportación. Es decir, no basta con haber hecho algo útil, hay que asegurarse de que todos lo sepan, y mejor aún: que nadie lo olvide.
Esto ha generado una cultura del homenaje artificial. Plazas con nombres de exalcaldes que sólo pavimentaron tres calles. Escuelas con nombre de gobernadores que jamás pisaron un aula. Monumentos erigidos por quienes, en vida, se aplauden a sí mismos. Es como si la historia fuera una especie de club VIP al que se entra con dinero, influencia o una buena agencia de relaciones públicas.
La ironía máxima es que muchos de estos nombres en billetes o calles terminan olvidados o ignorados. Pregúntele a un adolescente quién fue el de la Avenida Melchor Ocampo y probablemente pensará que fue un influencer que murió joven. La memoria colectiva tiene fugas. Lo que hoy parece honor eterno, mañana es trivia escolar o, en el peor de los casos, confusión logística en Google Maps.
Entonces, ¿por qué seguimos buscando este tipo de reconocimiento? Quizá porque, en el fondo, el ser humano no le teme a la muerte tanto como le teme al olvido. Porque preferimos ser una mala estatua que ningún recuerdo. Porque mientras haya una placa, un billete o una calle, creemos que aún estamos vivos en el pensamiento ajeno. Aunque sea en la forma de una dirección postal.
Al final del día, la necesidad de reconocimiento no es más que una selfie en mármol. Queremos que el mundo nos vea, aunque sea desde la ventanilla de un Uber. Queremos perpetuarnos, aunque sea en la cartera de alguien que solo quiere comprarse unos tacos. Y así, con cada billete, calle o busto, seguimos construyendo el museo egocéntrico de la humanidad. Porque si algo nos queda claro es que el hombre, antes que mortal, es vanidoso.

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